PariSINO
A pesar de que no creo en la pureza de las olimpiadas y en estas últimas mucho menos dada su inmoralidad, he pasado dos semanas y pico viendo correr, saltar, lanzar, brincar y bracear a personas que nunca he tratado. En el rectángulo del televisor he visto llorar, reír, abrir la boca desmesuradamente, abrazarse y besarse con un entusiasmo contagioso. He observado a esos cuerpazos, acentuados por ropas ajustadísimas, rezar santiguándose, arrodillándose, juntando las palmas de las manos o abriéndolas con humildad antes de competir. Esa belleza joven que solo tienen Los Juegos Olímpicos se apaga cuando los acólitos de la diosa Feme difunden sus loas para magnificar a los y las atletas a fin de encumbrarlos al mismísimo Olimpo. Una pila de relatos melosos que han provocado océanos de lágrimas y la re creación, en todos los medios, de la vida y milagros de los protagonistas olímpicos. Tanto empalague me ha dejado una resaca que me obliga a confesar mis pecados. Durante unos d...