PariSINO

 


A pesar de que no creo en la pureza de las olimpiadas y en estas últimas mucho menos dada su inmoralidad, he pasado dos semanas y pico viendo correr, saltar, lanzar, brincar y bracear a personas que nunca he tratado. En el rectángulo del televisor he visto llorar, reír, abrir la boca desmesuradamente, abrazarse y besarse  con un entusiasmo contagioso. He observado a esos cuerpazos, acentuados por ropas ajustadísimas, rezar santiguándose, arrodillándose, juntando las palmas de las manos o abriéndolas con humildad antes de competir. Esa belleza joven que solo tienen Los Juegos Olímpicos se apaga cuando los acólitos de la diosa Feme difunden sus loas para magnificar a los y las atletas a fin de encumbrarlos al mismísimo Olimpo. Una pila de relatos melosos que han provocado océanos de lágrimas y la recreación, en todos los medios, de la vida y milagros de los protagonistas olímpicos. Tanto empalague me ha dejado una resaca que me obliga a confesar mis pecados.

Durante unos días olvidé que los atletas se representan a sí mismos por mucha camiseta serigrafiada con el nombre del país, los himnos que chamullan o las banderas que lucen para alimentar el orgullo nacional; que la lucha de algunos deportistas por su salud mental es fortalecida por equipos de expertos, no así las de millones de personas anónimas que las padecen en silencio; que el esfuerzo del deportista por superar una lesión o una enfermedad en un tiempo razonable, no tiene comparación con las personas que están en listas de espera y siguen tirando sin dejar de trabajar; que el número de personas que han perdido la vida trabajando en España, hasta días antes de las olimpiadas, es de unos 400; que las horas diarias de entreno nunca superan la jornada laboral de cualquier currela; que la conciliación de la vida deportiva, familiar y de ocio es compleja, pero no encuentro palabras para calificar esa misma conciliación en familias a las que trato; que la burbuja ecológica, de igualdad y fraternidad de las sedes olímpicas flota sobre el horror de Gaza, de las dictaduras millonarias, de la venta de armas, del hambre y la pobreza... y de la exclusión de Rusia.

¿Medallas? No hay suficiente oro en el mundo para reconocer a los millones de personas sin las que sería imposible sobrevivir.

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