La casa de Tócame Roque

 


Esto de echar una mano a los demás me está llevando por la calle de la Amargura y la avenida del Desaliento. La muy inclusiva y muy foral comunidad en la que vivimos tiene una red administrativa tan burocratizada que un día te partes la crisma al chocar contra una cláusula de última hora o das vuelta de campana en la zanja de una fotocopia del pasaporte de una nigeriana porque no ha salido clara. Si normalizar la vida de una persona venida de otros lugares fuese un juego, sería el de la oca. Hay cárcel, pozo, posada,  laberinto, retroceso a la casilla de salida y dados trucados que hacen imposible llegar al jardín de la oca. Y, por si todo lo anterior fuera poco, para poder jugar debes pedir cita por teléfono o rellenar un impreso que requiere una clave que se desclava cuando menos te lo esperas.

Los ayuntamientos y las administraciones generales son entidades que,  bajo el palio de la justicia matemática, la rectitud igualitaria y la criba que evita el engaño de los posibles ladronzuelos de derechos humanos, obligan a las personas necesitadas a cruzar el dintel de infinidad de despachos y quedarse en cueros, con el portafolios de los novecientos noventa y nueve papeles tapando sus partes. La burocracia que circula por la celulosa del papel es el veneno que convierte el folio que falta en una afilada hoja de acero.

En todos los balances parlamentarios del buen hacer del gobierno de turno y vez, salen a relucir el número de leyes aprobadas (en la última legislatura 93 leyes y 20 decretos) y el mogollón de órdenes que tratan de regular y actualizar la selva legislativa de cada departamento o municipio. Esta cuantificación me pone de los nervios. ¿Cómo es posible que hayamos podido vivir sin esas leyes? ¿Ya son conscientes, las personas parlamentarias, municipales y asociadas, que esas leyes serán modificadas o derogadas en la siguiente legislatura o que no entrarán en vigor? ¿Ya se coscan que la realidad sigue a su pedo? En mis muchos años dedicados a la docencia fui consciente de que la infinidad de leyes, programas y normas eran distintos marcos de la misma foto que nos sacaron sobre un escritorio falso, un mapa de España polvoriento y una bola del mundo bola. La gente seguía y sigue haciendo lo mismo. Eso sí, utilizando el lenguaje como disfraz que implementa el ascenso negativo de los imponderables del mercado.

Las leyes, para que mejoren la realidad, deben ir acompañadas de presupuestos justos y de protocolos realistas. Para muestra, Begoña Alfaro dice que no se cumple la ley de empadronamientos. Eso, Apoyo Mutuo y otros colectivos de misericordia lo vienen denunciando hace años, pero los municipios, independientemente del credo político del partido gobernante, siguen haciendo lo que estiman oportuno. Comparando Pamplona y los ayuntamientos del cinturón, con gobiernos de distintos colores y en las dos últimas legislaturas, no encontramos un patrón de conducta diferenciador entre partidos diferentes; y tampoco similitudes de conducta entre municipios dirigidos por el mismo partido. Por otra parte, la excusa para justificar la inacción suele ser el "efecto llamada". Efecto que lo enarbolan entre ellos, con el resto del estado autonómico y hasta con Europa.  El "efecto llamada" produce una carrera loca para hacer menos que el vecino, hasta llegar a las condiciones en las que se produzca el "efecto patada", hasta que estén como estaban en su lugar de origen, hasta que vuelvan a la casilla de salida. Ahora bien, Pamplona era y es, de largo, el más inclusivo.

Y pensar que para trabajar irregularmente en los campos de Navarra nadie les pidió nada.

—Que pase la siguiente.

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