Miedo

Hace unos quince años se compraron una unifamiliar adosada con jardín por delante y por detrás. Era muy a la americana y formaba parte de una urbanización en forma de óvalo con jardines comunes y piscina en su interior. Estaban, según la publicidad, a diez minutos del centro de la ciudad, en plena naturaleza. Unos campos de trigo ponían el tono de Vincent van Gogh y una vaquería, a unos trescientos metros, el aroma a eau de fiemé número cinco.


El insistía en que el piso se había quedado pequeño, que no podía invitar a sus compañeros de trabajo, que los niños, tres mocosos adictos a los videojuegos y dibujos japoneses, necesitaban espacio. Ella no lo tenía muy claro. Estaba confusa. Sus amigas vivían cerca, también su madre y todo el día se movía por los sitios sin tener que coger el coche urbano que él se empeñó en comprar. Bueno, se empeñó en el modelo; ella eligió el color y los complementos del interior.

No te preocupes. No vamos a perder dinero. En caso de que nos vaya mal lo vendemos y ya está. Alquilamos el piso y vamos pagando la hipoteca del chalet. Tampoco vamos a pedir mucho porque me fían bien y en cuatro años lo pagamos. No te olvides que estamos exportando a toda Europa. Vas a tener un jardín para tomar el sol y poner todas las rosas que quieras.

Como de costumbre: dicho y hecho. No se despidieron de nadie porque se iban a diez minutos del centro, aunque en otro municipio. Por otra parte, los mocosos iban a continuar yendo al mismo colegio de bata y pago. Eso sí, su santa madre les iba a llevar y traer todos los días en el “Chichan”, como le llamaba al coche el trío manga, a la vez que aprovechaba para estar con sus amigas, ir de compras o no hacer caso a la dietista.

Salvo tres ocasiones en los dos primeros meses en que vinieron altos cargos de la empresa, el resto del tiempo, la acera cercana al acosado no fue el auditórium de coches que soñó la anfitriona. A partir del primer otoño no sólo dejaron de venir invitados que le ponían como loca por estrenar ropa, sino que su marido pasó de la cama al portarretratos y a “Te has cortado el pelo” “¿Cómo van los niños?” “No puedo ni con el alma. Ya me gustaría llevar la vida que tú llevas” por parte de él. Y a “Y las uñas” “Los niños ya no son tan niños y habla con ellos” “No puedo más. Ya me gustaría llevar la vida que tú llevas” por parte de ella.

Cuando estaba en casa no le apetecía ponerse a cortar el césped, ni enredar en el taller de bricolaje que se había hecho instalar en un hueco del garaje. Se tomaba una cerveza, llamaba por uno de sus muchos móviles a no se sabe quién y desaparecía maldiciendo que no le dejaban disfrutar de la tranquilidad de su casa.

Ella llevó a su madre a la unifamiliar acosada para que le hiciese compañía porque se sentía sola. Compró un perro guardián, contrató una empresa de seguridad, enrejó las ventanas de la primera planta de un rococó casi fúnebre y les dio a los tres hijos del sol naciente un bonobús y un manojo de llaves para cada uno. La abuela pasaba las horas cocinando, maldiciendo al yerno y cabreada porque sólo hablaba con sus amigas por teléfono. Sin mencionar que a la pobre mujer las escaleras para subir a su habitación se le hacían un viacrucis.

En un arrebato que tuvo con la hierba y las hormigas, él decidió cubrir con losetas los dos jardines y regalar el cortacésped a un compañero de empresa que dirigía una franquicia en Extremadura y que recientemente había pasado a formar parte de la vivienda monofamiliar de una urbanización a las afueras de Cáceres (municipio más extenso de España). En otro arrebato producido por la manía del vecindario de hacer barbacoas, cerró la mitad del jardín con una estructura de doble cristal que le permitía estar “afuera” en cualquier fecha. Hiciese frío o calor, hubiese barbacoa de carne o pescado, se podía estar en plena naturaleza a diez minutos del centro.

Para cuando murió la abuela, los nipones se afanaban en correrse unas juergas con otras kawasakis, agarrarse unas mangas los fines de semana y hospedarse a media pensión durante los cinco días restantes. Él estaba en fase de prepatada en el culo, ella luchaba con el abanico y la pashmina a brazo partido y la casa necesitaba una buena manita de pintura en la fachada y un buen repaso en el tejado. Los campos de trigo y la vacaría habían cedido su espacio a unas torres de VPO y el municipio ya no era un pueblo.

En unos quince años seguían estando a diez minutos del antiguo centro de la capital y a horas del deseado.

Comentarios

  1. Oso ona, txapeldun. ¿Cuánta gente habrá en esas mismas condiciones, que por no reconocer su fracaso arrastran una vida no deseada? En tu 'historia' es él quien lleva la voz cantante, pero tengo mis dudas al respecto de si son las mujeres o los hombres quienes más empujan en ese sentido. Saludos comunistas -o anarquistas, que viene a ser lo mismo-.

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