Medir cien veces y cortar una.







Llevo dos semanas reencontrándome. He conseguido retomar las prácticas de costura con mi madre. No ha sido fácil. Se lo propuse hace un tiempo y me mandó a freír churros. Un poco por pereza y un mucho por no querer perder un minuto de su valioso tiempo, me fue dando largas. En nuestros paseos diarios la crítica a las formas de vestir, al diseño, a los estilos o modas son siempre tema de conversación. Bueno, también es el tema cuando vemos la tele (ella sigue cosiendo). Sometemos a tertulianos y presentadores a una crítica constructiva sobre su aspecto. Los analizamos más allá del contenido de su mensaje. Sus hábitos, peinados y formas azuzan nuestros gustos estéticos. No soportamos la uniformidad monocromática ni el corsé de la moda que a más de uno y de una les queda de pena. Las prendas se venden como si todos los cuerpos fuesen iguales. Charlando sobre la poca calidad de los tejidos, la pérdida de originalidad y el rito consumista de las rebajas fuimos cayendo en la necesidad de materializar nuestra crítica poniéndonos  manos a la obra. Hace unos días cogí una gabardina y un chaquetón de mi padre a fin de hacer algo para mí. Como mi padre tenía mucha más espalda que yo, tenemos tela suficiente.
En mi casa, antes y después de poner la mercería, las telas, hilos, tijeras, agujas, alfileres, tizas, metros, reglas, escuadras, planchas... se posaban en los asientos, mesas y aparadores de casa hasta el extremo de que nadie se tiraba en el sofá sin antes pasar la mano. Creo que cosí sobrehilé como de Pamplona a Madrid unas cuantas veces. La única excusa para no tener algún pantalón, camisa o bata de colegio entre las manos era estudiar. Estar mano sobre mano era algo impensable. Un lujo al alcance de cuatro pijos. Tanta era la negación de la vida contemplativa en mi casa que para comprar la tele, en el sesenta y seis, mis padres nos convocaron a una reunión. Eran partidarios de comprar una a un particular de Pamplona que las traía muy baratas de un economato madrileño. A su favor, frente a otras, contaba mucho la radio que tenía en un lateral.  La hacía más útil para el taller doméstico en el que se había convertido el segundo izquierda. Creo que el poco tiempo disponible surtió efecto y no compramos. A mí no me gustaba, prefería leer y oír la radio; a mi madre le dijeron que quitaba tiempo al estudio y atontaba; mi padre, durante el día dormía o cobraba recibos y antes de las diez se iba a trabajar (por eso conocía a lo más granado de Pamplona);  mi hermana protestó lo suyo, pero como era la pequeña y su voto valía poco, no torció la decisión de mis padres por retrasar el progreso. Por otra parte, para cosas importantes como partidos de futbol o Estudio 1 podíamos bajar a casa de la Morena.
Durante mucho tiempo yo fui un niño azul oscuro. Mi madre le daba la vuelta a los uniformes municipales de mi padre, ya gastados, y me hacía prendas acordes a las modas más atrevidas. Le enseñaba fotos de los Rolling, Who, Animals... y se ponía manos a la aguja. De vez en cuando su almacén crecía con telas que traía mi tío Rufino. Era muy señorito, un dandi que se vestía en las mejores sastrerías de Zaragoza. Llevé abrigos largos, cortos, de rayas, con grandes solapas, amplios o ajustados, vaqueros de confección propia, pantalones de doble botonadura, con dobladillos, sin dobladillo, acampanados, rectos, de huevo partido, de cintura alta, atados con cordón, trajes con chaleco y botones forrados, lo que se llevase. El último traje se lo di a un estudiante de medicina más negro que el tizón que vivía a salto de mata. Le solía ver por la calle y un día festivo después de Navidad le invité a comer a casa. Se pegó un buen rato en la ducha y como no era cosa de volver a ponerse la misma ropa, le di un traje y un chaquetón que me había hecho mi madre para aquel invierno. Cuando se fue, mi padre me dijo que lo conocía de  verlo "estudiar"  por la noche. Mi madre me dijo que no tenía remedio, –Con lo bien que te quedaba el traje –me dijo con pena. La verdad es que viendo las fotos de la boda de un primo mío, no me quedaba mal.
Mi madre cosía desde cría. A partir de los catorce años, como en el pueblo, durante el invierno, no había mucho trabajo, sus padres la enviaban a Pamplona, a casa de una prima suya, veinte años mayor, para que estudiase corte y confección. Durante dos inviernos asistió a una academia que había en la calle Mercaderes, frente a Chapitela, donde cosían papel mañana y tarde. Recuerda que algunas compañeras veinteañeras, heridas por Cupido, se pegaban las horas enteras mirando por la ventana cuchicheando sobre los mozos que pasaban o sobre las prostitutas que iban al consultorio médico.  –No les gustaba la costura –cuenta. Otros dos inviernos trabajó como aprendiz, sin cobrar un duro, en un taller de costura en la calle Mayor, número cuarenta y cuatro. Lo regentada una muchacha venida de Madrid porque a su marido, que trabajaba en Sindicatos, lo trasladaron a Pamplona. Allí aprendió mucho. La jefa la cogió como mano derecha y tocó todos los palos.
–Las mujeres llevaban chaquetas, faldas, abrigos... Todo muy de sastre, ajustado al cuerpo. Como cada una tenemos nuestro cuerpo había que probar muchas veces (no de cualquier manera, como se hace ahora). Debajo de la chaqueta no se llevaban camisas o blusas. Se llevaba una camiseta o un camisón y por eso no se podía abrir la chaqueta. Un escote bonito con un collar y punto. Durante la Cuaresma cosíamos muchos trajes de novia, muchos. La gente se casaba después de Semana Santa y la batalla era mantener el talle hasta la fecha indicada. Los trajes de novia eran negros. Se confeccionaban fajas y corpiños a montón.
Poco antes de casarse se apuntó a un curso por correspondencia en la academia Eva de San Sebastián. Estuvo dos años enfrascada en un mundo mágico los ratos que le dejaba yo, la cocina económica que no tiraba ni a la de mil, los encargos de las vecinas y los compromisos con su familia y la de mi padre (nosotros éramos la familia en la capital). Poco a poco fue aumentando su campo de trabajo y se puso al servicio de unos cuantos sastres. En ocasiones de bonanza económica mi madre iba a Mestre o a Ferraz a comprar telas. Hacía maravillas. El asunto de la aguja transcendía lo doméstico porque había que llevar los pantalones a las distintas sastrerías y recoger los cortes para trabajar en casa. Mi madre los doblaba sobre mi brazo y yo salía pitando. Para cuando llegaba a la calle Mayor, San Antón o Paulino Caballero el brazo lo tenía dormido, y eso que cambiaba de brazo con mucho cuidado para que no se arrugasen los pantalones. En alguna ocasión me puse un pañuelo largo a modo de cabestrillo. Lo que más me jodía era subir la cuesta final del Portal de Francia porque los largos escalones de la acera siempre me pillaban a contrapié. Sin embargo, en el primer tramo, hasta el puente de madera, como estaba en curva, los escalones por dentro eran más cortos y se podía caminar a piñón fijo. Aunque a mí me chiflaba subir corriendo por el ancho muro de la derecha. No me gustaba caminar por la carretera, me parecía que había más cuesta.
El otro día, cuando la encontré preparando el patrón de una capa que se está haciendo para la boda de una prima mía, volví a sentir lo mismo que sentía de pequeño  cuando mi madre se enfrascaba en la costura. Inclinada sobre la suave mesa del comedor, la escuadra de madera grande, el metro serpenteante, las tizas  dispuestas a dejar huella, las telas unidas a los patrones de papel con alfileres, las tijeras atadas con una cinta blanca, el libro de Academia Eva de corte y confección encima de una silla; los silencios rotos por el golpe de la regla sobre la mesa o por el roce del acero de las tijeras al cabalgar la tela me hicieron volver a recrear la magia de la confección: hacer que una tela, que ya es una obra de arte, llegue a ser la expresión de un deseo.
–Estudia el tema catorce –me dijo indicándome el libro cuando le pregunté qué estaba haciendo.

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