No sé si las cosas han cambiado
Como
siempre estaba muy liado solía quedarme a comer en la escuela. A eso de las dos
y algo me iba a tomar un café a la Bella Época. A menudo me encontraba con
alumnos que salían del instituto camino de casa. Charlábamos y nos deseábamos
lo mejor.
Un
día, por casualidad, en un evento de educación me agarró un profe de la Granja
y me comentó que tenían un alumno que les traía por la calle de la amargura.
Según, era un latin king de tomo y
lomo que no quería estudiar, irrespetuoso, camorrista... Le comenté que no
podíamos hablar de la misma persona y me despedí de él muy preocupado y
cabreado con el instituto como institución y con los catedráticos venidos a
menos que ponen el culo en clase, para sobrevivir, culpando a los alumnos de su
fracaso como profesores.
Juan
era dominicano. En febrero del 2004 vino con su padre a casa de una tía que
llevaba dos años en Pamplona viviendo con dos hijas de edad parecida a la suya.
También vivían en el mismo piso dos niños pequeños, hijos de una amiga que
trabajaba día y noche en todo lo que se ponía por delante. Juan tenía once
años, guapetón, de buena planta, tímido y respetuoso.
Los
desertores de la tiza que vagaban por despachos y pasillos de la administración
educativa, con el sello de expertos, sugerían de palabra, luego lo formalizaron
con normativa, que al alumnado inmigrante había que escolarizarlo un curso más abajo
al de su edad. En una ocasión pedí que me argumentaran la estupidez de
considerar al alumnado venido de otros lares como inferiores, pero no supieron
qué decir. Así que, como no me dieron respuestas coherentes que me invitasen a
satisfacer su incomprensible deseo, nunca les hice caso. Con Juan cumplimos el
formalismo de enviarles su solicitud de matrícula porque en un caso anterior se
pusieron muy pelmas con que teníamos que cumplir el formalismo de enviarles la
solicitud de matrícula antes de admitirlo nosotros por nuestra cuenta. Este
procedimiento se basaba en una norma, de años atrás, por la que en los casos de matriculación fuera de plazo era la
Comisión de Escolarización la que adjudicaba el centro. Desde el 2001 en
nuestro centro se solían matricular más de cien fuera de plazo. Así que en este
caso, y para no joder la manta a todas horas, cumplimos la norma a medias.
Admitimos a Juan y mandamos el impreso a la Comisión de Escolarización diciéndoles,
en una nota aparte, que lo teníamos en quinto. A las dos semanas nos mandaron
un comunicado diciendo que afortunadamente habían encontrado sitio para Juan y
que estaba matriculado en José María de Huarte. El motivo era que en cuarto no
teníamos sitios y era hijo solo.
La
Comisión de Escolarización era una especie de grupo formado por una sola
persona a la que le endosaban el puesto para que fuese cogiendo medida al
asiento durante el mes de septiembre y luego se tocase lo que quisiese. Como no
solían estar por propia voluntad, y no
eran el cuchillo más afilado del cajón,
las broncas estaban a la orden del día. No entendían nada y sus respuestas se
ajustaban siempre a unas leyes que decían cumplir y que nosotros ignorábamos.
Fueron tantas las amenazas de expediente por una u otra razón, que me vi
obligado a mirar y remirar circulares, normas y gaitas por el estilo hasta que
llegué a la conclusión de que los jefes no tenían ni puta idea y que eran ellos
los que incumplían un día sí y el otro también. Algunos por ignorancia, otras
por dejadez y otros porque querían que las cosas fueran así, a su gusto,
mantenían formas propias del ordeno y mando militarote tan en uso en este mundo.
En una de las broncas me enteré que había acuerdos internos, solo de inspección,
de las que nadie sabía nada y que funcionaban como palabra de dios en las
escuelas. A raíz de eso, cuando la cosa se ponía fea, les mandaba todo por
escrito y pedía respuesta, también por escrito, argumentadas con respaldo de ley. ¡Pleno! Los
problemas desparecieron y las amenazas nunca las pusieron negro sobre blanco.
Bueno,
el caso es que llamé a la Comisión. Del rifirrafe resultó que Juan era nuestro,
aceptaron nuestras modificaciones del impreso de matrícula, la ratio no era
obligatoria, podíamos matricular alumnos con criterios educativos y nos dieron la
posibilidad de aumentar el número de profesores a lo largo del curso si las
condiciones físicas de aulas y especialistas nos lo permitían (más tarde, profesorado
de Atención a la Diversidad). Por otra parte, el concepto de integración tomó
un rumbo acorde a las necesidades del alumnado. En el impreso Juan era hijo
solo y, por lo tanto, no era preferente. Para reforzar que Juan tenía derecho a
venir con nosotros, les mandé una copia del padrón municipal en el que
figuraban cuatro criaturas en el mismo domicilio que venían al centro; les dejé
claro que si queríamos integrarle no debía ir a un colegio lejos de su casa
porque a San Jorge acudían niños que vivían con él y después de las clases
podía jugar en el patio con sus compañeros y no ser una persona anónima (que es
lo que son las criaturas que estudian fuera de su entorno).
Juan
apenas leía. La escritura le resultaba muy trabajosa y con los números hacía un
uso práctico muy lejano a la abstracción. En su pueblo solía ir a la escuela de
vez en cuando. Unas veces tenía que ayudar en casa y otras tomaba el camino contrario.
Cuando estaba en clase su deseo era salir corriendo, tirar piedras o abrazarse
a los perros.
–Eres
tonto –le decía el profe.
Muchos
días terminaba en medio del patio, solo, haciendo de burro. Los compañeros se
le reían y si daba muestras de flaqueza las burlas aumentaban.
A
los meses de estar con nosotros le dijo
a su profesor de apoyo: "Me gustaría volver a la escuela y decirles a
todos: aquí me tenéis. Sé más que vosotros."
Se
hacía querer y respetar por todos hasta el extremo de que en una ocasión en la
que tuvo un encontronazo con un chaval mayor,
ajeno al colegio, nadie le culpó ni le recriminó nada. El chaval le quitó el
balón a un compañero de Juan que iba con él a apoyo. Juan, que estaba jugando a
beisbol con otros compañeros, se fue a por él. Porque lo separaron unos padres,
si no tenemos un disgusto.
Juan
repitió sexto. No quería ir al instituto, pero llegó el momento y no quedó otro
remedio.
Cuando
iba a tomar el café vi a Juan caminando para su casa. Gorra al revés, pantalón caído,
camiseta dos tallas más grande... Al verme me saludó con la mano. Le llamé para
que me esperase. Al llegar a su altura me sonrió y me dio la mano.
–Hola,
Juan. ¿Qué tal por la Granja?
Se
le borró la sonrisa y se encogió de hombros.
–Mal.
Muy mal.
–Pero,
¿por qué? Si tú eres un tío cojonudo.
–Juanjo,
no me quieren.
Cuando
lo veo por la calle, mucho más grande y majo, sigo pensando que soy afortunado
por conocerle. Cuando hablamos y le veo sonreír crezco tanto que no paso por la
puerta de casa.
Esta educación necesita profesores como tu, no me cabe la menor duda, que algo mejor estarían l@s estudiantes y la saciedad en general.
ResponderEliminar¡Cuántos "juanes" habrás tenido en tu vida profesional!¡Cuánto te tendrán que agradecer!¡Cuánto habrás aprendido con ellos! Ése es el verdadero currículum vitae. Lo demás, mandangas para los mediocres disfrazados de élite.
ResponderEliminarDe eso tú sabes tanto como yo, o más. Lo hemos pasado bien. Algo hicimos bien.
ResponderEliminar