Se han ido.



Desde mi ventana puedo ver la trasera de la casa aislada que resiste el paso del tiempo y el cerco del nuevo urbanismo. Es un edificio de cuatro alturas que perdió otro lateral y se mantiene con los costados desnudos. Para cercar el lugar donde vivió  el edificio caído en combate, hace unos años, colocaron una tapia metálica que con el tiempo se ha llenado de grafitis y cartelería en la parte delantera  y naturaleza libre en la trasera y en el interior. Un árbol, ahora tupido, aguanta el hacha y sigue enraizado en el pequeño muro de piedra que queda de lo que fue la pared de un almacén.
Ayer por la tarde escuché el canto del pájaro que todos los años vuelve en primavera. Su melodía me reconforta, pero soy consciente de que parte del ayer se ha ido con las obras de adecentamiento de fachadas y colocación del ascensor. El  estiramiento y encalado de piel, así como el cuidado césped que rodea su cuerpo, choca con las arrugas de la pared medianil derecha y la maleza que respalda la huella de la que fue su hermana mayor.
Esta primavera es distinta. Una larga familia de gatos negros ha sido desahuciada de su territorio. Vivían en la bajera de una cristalería, según reza el desdibujado letrero de la fachada principal. Eran la muestra viva de la independencia, no estaban domesticados  y lo demostraban con el aire majestuoso al caminar por el filo de la tapia, su dignidad al sentarse  sobre sus patas traseras o su autoridad tumbados al sol en el durmiente de de la nave. No sé a dónde han emigrado. No los veo por la orilla del río, no he encontrado ningún cadáver en la avenida, nada, han desaparecido. Los gatos de la estación del tren son otra colonia y desconozco si llegarán a compartir espacio o se enfrentarán por el dominio del territorio.
Los nigerianos altos y flacos como cañas que vivían en el último piso se marcharon un poco antes de empezar las obras. Solían usar unas bicis destartaladas que ataban en el árbol y la farola cercanos al portal. Los viernes se ponían unas túnicas muy modestas para acudir a la mezquita. Siempre parecían tristes. El del segundo hace tiempo que no saca sus hermosas plantas de maría al sol. Supongo que todos se marcharon por la subida del alquiler o porque, simplemente, los echaron con la escusa de la obra. Ahora hay unos cuantos pisos vacios.
Al atardecer, la luz rojiza resalta la falsa juventud del edificio conseguida por la cirugía estética.

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