Ventana, viento. Window, wind.
La
calle era la vida y si no estabas en ella podías asomarte a la ventana con la
posibilidad de participar en voz alta o a grito pelao. Asomarse era tomar el
aire, mirar a izquierda, derecha, abajo y, rara vez, arriba. Estar en la
ventana era estar en la calle ya que eras visible para el personal que la
habitaba. Sin llegar a ser una ventanera de tomo y lomo, como una señora de mi
portal, te enterabas de lo que se cocía en el puchero del barrio. Las vecinas
bajaban a la calle con sus sillas para, mientras hacían labores, intercambiar
impresiones y filosofar un poco. Era el foro. En estos tiempos la calle es un
espacio con menos vida que la del toro en la plaza; y, por si fuera poco, como para
asomarte a la ventana tienes que apoyarte, va y los arquitectos suprimen el
alféizar. Los amigos del cristal, la loseta y el acero corten se han vuelto tan
de interior que hasta hacen edificios inteligentes sin ventanas y edificios de
cociente intelectual normal en los que muchos cristales enmarcados no siempre se pueden
abrir. Por otra parte, pensándolo bien, aunque no se pueda ventilar el
interior, no se puede defenestrar a nadie y, además, tienes posibilidades de
emular al James Stewar de La ventana
indiscreta. Sin embargo, una ventana, como debe ser, permite hacer lo que
cuenta Tabucchi en Dama de Porto Pim.
De
pequeño, cuando no podía salir, la ventana de la cocina era mi salvación. Para
mi desgracia tuve varios percances que me jodieron muchas mañanas y tardes de
buen tiempo por algún tramo de mi tren inferior en obras. Si la escayola la
tenía en el brazo el asunto era leve, podía salir. Según mi padre, mi nombre
figuraba en varios libros de la Casa de Socorro. En uno de ellos aparecía en la
primera página, en la última y en unas cuantas más entre medio. Estaba gafado,
pero tenía la lectura, la escritura o el dibujo para vivir. Hace unos
veinticinco años me rompí la muñeca y tuvieron que operarme. Cuando pasó todo les
llamé a mis padres para decirles lo que me había pasado y lo primero que dijo
mi madre fue: "Ya tardabas...".
La
casa era un lugar para estar sentado o tumbado y hacer lo propio de esas
posturas. La calle podía ser todo eso y mucho más. Ahora, en casa, también en
la calle, se utiliza una ventana mundial, internet, que ha puesto en
funcionamiento un movimiento paternalista y maternalista muy preocupado por la
cantidad de plagas y vientos radioactivos que acechan a la juventud cuando abre
ese ventanal. Dicen que es necesario vacunarles con la cuádruple vírica, darles
sesiones moralizantes a cargo de una brigada de policía ciberespacial o, si
fuera necesario, arrearles un exorcismo a base de bajar la persiana hasta
dejarles a oscuras. Pero a mí, la verdad, todo me parece un despomporro gigabytesco.
Estas mentes tan macartistas no aprendieron nada cuando eran pequeños. No
escucharon a los sabios de la tribu y por eso pasa lo que pasa. El engaño en
internet, señoras y señores, no se produce por los contenidos que aparecen, se
produce porque solo empleamos el oído y la vista. ¿Pasaría lo mismo si sumásemos
el olfato y el tacto? Como a nosotros
nos decían que teníamos que hacer las cosas poniendo los cinco sentidos (nos lo
demostraban empíricamente con dos guantadas) hacemos todo hasta con sentido
común. Además, el oído y la vista, con la edad, van a menos. Para reforzar mi teoría
plasmática de la vida al aire libre añado que en los lugares donde se educa o
reeduca, escuelas y cárceles, existen ventanas y patios. En las fábricas se
trabaja y por eso no hay ni ventanas, ni espacios de recreo; a lo más, aparcamientos.
El
alféizar ha sido sustituido por la mesa y el muslamen; la ventana se hizo
plasma y habitó entre nosotros. Los perros obligan a salir.
Comentarios
Publicar un comentario