El hielo confunde



Bajamos al premoro, Marbella. Era operación salida y fuimos de maravilla. Contamos los camiones con los dedos de una mano y nos sobraron dos. No vimos a ningún guardiacivil por la carretera; en un restaurante a la salida de Madrid, sí. En la barra, una pareja se metía entre pecho y espalda unos bocatas, sus correspondientes refrescos y unos cafés para terminar. Mientras daban cuenta del almuerzo consultaban sus móviles y, de vez en cuando, miraban al infinito. Al salir se ajustaron las gafas de sol, el correaje y las camisas para quedar en perfecto estado de revista. Uno de ellos volvió sobre sus pasos para abrirle la puerta del bar a un señor mayor.
El primer día no teníamos nada para desayunar y tuvimos que ir al centro comercial más cercano a por provisiones. Al salir de la urbanización nos pararon en un control. Los agentes detenían los coches, la mayoría extranjeros, con el simple gesto de levantar la mano y los mandaban seguir con  pases toreros sin decir ni mu. Deduzco que solo hablaban castellano porque a nosotros sí nos saludaron y nos dijeron las palabras típicas de cortesía en un clima relajado. Cuando ingresaron en el cuerpo el mínimo de altura no debía ser nada del otro mundo porque ahora, con los europeos que caminaban a su lado quedaban chaparros. El paso del tiempo estaba dejando huella, a la vista de las gafas graduadas y los flotadores que lucían los números de la Benemérita.
La playa era estrecha y larga, larga. Constantemente pasaban unos negros altos, fibrosos, cargados de mochilas enormes y portando pañuelos, bolsos o pareos en los brazos. Algunos llevaban una pila de gorros sobre la cabeza. No paraban. Si notaban que les prestabas atención se acercaban para ofrecerte sus productos. La mayoría hablaba castellano básico, pero también los había que derivaban la conversación por otros derroteros. De vez en cuando pasaban mujeres con carteles grandes donde se podía ver un variado número de peinados. Eran altas y, a pesar del viento, caminaban con mucha dignidad. Críos pertenecientes a un campamento de verano jugaban bajo la tutela de sus jóvenes monitores. Las parejas de nórdicos que teníamos cerca habían pasado al color gamba pelada y seguían en su empeño de ir a urgencias poniéndose fuera de las sombrillas. Los africanos querían salvarles vendiéndoles pareos, pero no había manera. Habían pasado del edredón nórdico al despelote para ponerse crujientes. El suicidio es un acto libre y en la playa quedan enteros y en la tumbona, que es una camilla; no como los saltadores de balcón. Al final de la mañana, una pareja de vigilantes de playa, parecían el punto y la i, caminaban charlando animadamente. El punto, redondo y peludo, llevaba un salvavidas; la i era un palo que braceaba dirigiéndose a la bola que rodaba a su lado. A pesar de todo, al del salvavidas se le veía fuerte, con tensión muscular; no así al alto que amenazaba con desmontarse en cualquier momento.
Antes de ir a la cama, para amenizar la charla, nos metimos unos pelotazos con mucho hielo y poco alcohol, al menos era lo que yo creía. Fue una noche confusa. Según, no paré de dar vueltas y bracear.
Era de noche, íbamos en un barco lleno de turistas. Aunque odio los cruceros, supongo que iría en uno. Por un incendio o algo parecido nos tirábamos al mar porque aquello se hundía. Cuando ya estábamos exhaustos apareció un barco de la Guardia Civil. Nos iban cogiendo con redes y flotadores según nos descubrían por medio de dos focos. Mamadou me agarró de la mano y me subió a la fragata. No lo había visto desde que dejó la escuela, pero lo reconocí a pesar del uniforme de la Guardia Civil. Me dio un abrazo y siguió salvando gente. La madre de Fatoumata servía café caliente con la misma sonrisa con la que me saluda cuando me ve por la calle. Eran todos africanos. Bueno, todos no, el capitán y la tripulación eran blancos grandes y hablaban ruso, supongo que era ruso. ¿Estábamos en el Aral? ¡Vete tú a saber! El caso es que me quedé con una impresión de soledad y angustia de mil demonios. Al llegar a puerto y ver que nos saludaban alborozados me di cuenta que estábamos en casa, en Málaga. Lo ponía en un letrero en árabe, no tengo ni idea de árabe, a la entrada del puerto y lo confirmé por unas pancartas que portaba la gente con frases como Welcome. Sara me dijo que los letreros no eran para nosotros porque no había ninguno en castellano,
–Pues igual no somos españoles. Pero tengo la completa seguridad de que estamos en Málaga. Ahí se ve el museo Pompidou –le dije a Sara con alegría.
Por megafonía nos comunicaron que no podíamos bajar a tierra. No había profesionales para pasar el control policial y sanitario. Teníamos que presentar el certificado de buena conducta, partida de nacimiento y la apostilla de la Haya para el rollo legal y luego nos tenían que hacer un chequeo por si podíamos transmitir alguna enfermedad. Los facultativos y personal de aduanas estaban de vacaciones. Además, como el presidente de gobierno estaba en funciones, no podía tomar la decisión de acogernos y nos recomendaba ir a un país que tuviese presidente. No daba crédito. Gritaba que por favor nos acogiesen, pero que si quieres arroz Catalina. En pleno fregao apareció, con estrellas de teniente, Sebastian. Este es más listo que listo. Se fue a Londres a estudiar bachiller y alguna carrera para ayudar a su gente. Nos explicó, en distintos idiomas, que no nos iban a abandonar. Una solución era esperar a tener presidente y que tuviese a bien autorizar nuestra entrada; otra, ir a Liberia, su país de origen, allí le conocían y nos acogerían encantados de la vida. Luego, de Monrovia a Madrid en avión y como si tal cosa. No era lo mismo entrar por aire que por mar en una barca de salvamento. Cuando estábamos discutiendo de si ir a Liberia o no, me desperté sudando.


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