Nuevo vecindario

 



Mi infancia vivía en un triangulo de casas diferente al resto del mundo. La frontera con otros barrios era campo abierto, huertas y casas pequeñas hasta llegar a las viviendas con portal de la Rochapea o a la iglesia de los capuchinos. Un poco más allá, por una carretera con cunetas estaban la Colonia San Miguel y la Chantrea. Al Norte teníamos Ansoain y nuestro monte San Cristóbal. Artica era un pueblo lejano, menos conocido que el Fuerte. Al Sur corría nuestro río y regaba las huertas de Aranzadi; arriba, la catedral y al fondo la cruz del Seminario. Las calles no tenían nombre propio. El primer portal era el uno, el siguiente el dos y así hasta el 42. Los porches, las únicas bajeras comerciales del barrio, marcaban la diferencia con las otras calles. Un tramo de la calle tenía portales a los dos lados. El José Mari era el bar del barrio, el Ramiro, aunque era frecuentado, no era del barrio barrio. En el cogollo, la plaza. Una plaza de tierra, abierta a las personas y cerrada a los vehículos de tracción animal y mecánica. Nos conocíamos tanto que cualquier mayor tenía autoridad suficiente para llamarnos la atención como estimase oportuno. Las noticias rompían la barrera del sonido y antes de llegar a casa un ángel ya había transmitido los acontecimientos.

Yo pensaba que todos éramos iguales, como los pisos, hasta que empezaron a aparecer bicis, motos y algún que otro coche, a la par que al mundo del trabajo de padres y madres se iba sumando el de los hijos e hijas. Los más jóvenes de las familias estudiaban en colegios, en el instituto o iban para frailes o monjas. Los Capuchinos cubrían los servicios religiosos, culturales, deportivos, sicológicos y paranormales. En ese convento descubrí la importancia que tiene el lugar de origen de las personas. Los frailes, como su San Francisco de Asís, se ponían como apellido su lugar de nacimiento. Se cambiaban el nombre para romper con su pasado y celebrar una nueva identidad y, sin embargo, su lugar de nacimiento renacía como diferenciador… de Adoain, de Estella, de Olite… Bueno, en mi vecindario también anotábamos el nombre del lugar de procedencia. Así teníamos la Pilar de Lerín, la Alemana, la Zaragozana, la Milagresa, la Bermeana, el Cubano, la Filipina, el Andaluz del bigote… Los cuencos era una definición genérica para la numerosos vecinos procedente de pueblos muy pequeños cercanos a Pamplona, como los de mis padres, y no puntuaba porque no salían ni en el mapa. Habría sido tanto como decir de ahí al lado, sin más. La única que conocí de Pamplona fue mi querida vecina María, la Morena. Muchos de los apellidos Navarros son nombres de pueblo, de un lugar concreto referenciado a la iglesia, al monte, al rio o al nombre de la casa de nacimiento. Hay mucho arraigo en este territorio foral.

Éramos el mejor barrio, los otros parecían… no sé. ¿Dónde vas a comparar? Los del Segundo Ensanche eran más fachas que fachas, era territorio Nacional presidido por los Caídos. La Parte Vieja era comercio, militares por todo los sitios y curas y monjas para dar y prestar. Había otros mundos pero no había nada que hacer allí y eran espacios de paso. Yo descubrí la Milagrosa, Martín Azpilicueta, el final de la Chantrea y Burlada, ya adolescente, cuando acompañaba a alguna amiga a su casa. Mi madre lo sabía porque dejaba en la cocina los zapatos con barro. Mi barrio era la punta de una flecha apuntando al Norte. Éramos y somos la hostia. Bueno siempre hay alguien que la caga, pero somos buena gente. Somos del río y de Pamplona para los que no tienen ni idea del campo de la Divina Pastora, la Presa, el Centro y la Arboleda o la Vía, el camino por donde pasó un tren.

A mi infancia, a finales de los cincuenta, le dieron una voltereta tremenda. Desaparecieron las huertas y las casicas y se levantaron pisos hasta de cinco alturas con bajeras de tiendas, bares, talleres y un puticlub. Una primera oleada de andaluces llenó esos pisos nuevos con un desorden que clamaba al cielo. Se metían un montón en cada piso. Vivían como en comuna y no se sabía quién era quién. Comían tomate a mordiscos, en ensalada o en un brebaje que unos llamaban salmorejo y otros gazpacho. Cocían las aceitunas y comían de puchero hasta jartar. Las casas olían distinto. Ellas, yo me fijaba mucho, eran morenas, no había rubias y ya parecían mujeres cuando iban a la escuela. Vestían con faldas de colores poco combinados y las chancletas o sandalias, como los capuchinos, las llevaban hasta haciendo frío. Ellos, los que iban a mi clase, leían y hablaban mal. Se comían las eses, ceceaban y tenían un deje o un acento que les delataba. Las madres de dos compañeros, Pepín y Paco, eran analfabetas y sus padres, que estaban todo el día trabajando en la obra, no habían ido a la escuela porque en su pueblo no había. Pepín y Paco, en cuanto se pusieron pantalones largos se fueron a trabajar y fumaban y encontraban novia al mismo tiempo. En nuestro caso, algunos fuimos a estudiar, de los andaluces nadie. Me enteré que los padres de los andaluces, cuando vivían en casa Dios, eran jornaleros. Había portales en que toda la gente era del mismo pueblo. Un tío de Pepín vino con su mujer de viaje de novios a su casa en Marcelo Celayeta, frente a Cardenal, donde Arturo, y no volvieron a su pueblo. Estuvieron un tiempo viviendo con ellos, tuvieron un hijo y al poco se fueron a vivir donde Ingranasa. Todos pensábamos que eran andaluces, pero no, la mayoría eran extremeños y había tantos que pusieron el Hogar de Extremadura en la calle Monasterio Viejo de San Pedro. Con el tiempo descubrí que las andaluzas tenían distinto acento si eran de Cádiz, de Jaén o de no sé dónde. La mayoría eran de Jaén. Tenían nombres de personas mayores, de folclóricas o de toreros y sus apellidos eran poco nombrados, Flores, Gordillo, Toro... o terminados en “ez”. Estaba claro que no eran todos iguales, pero sí muy parecidos. Una vecina que vivía encima de mi abuelo, la andaluza, cantaba coplas; un horror. No iban a los mismos bares que los mayores de aquí y el frontón no les gustaba. Los hombres llevaban fama de poco trabajadores y un tanto juerguistas, es que comparados con nosotros, ¡a ver!; y no iban al José Mari, iban a otros bares para ellos. Los hombre mayores se calaban una boina canija que no parecía ni boina y algunos llevaban chaleco oscuro; ellas iban muy de negro. La gente que quería joderles les cantaba: "Andaluz fulero, patas de alambre, que si no es por Navarra te mueres de hambre".

Al poco, con los bloques de las casas de Cenoz, las de Gurbindo, vino otra oleada de gente de Castilla y León que trabajaban en Potasas o en fábricas; en la obra ya no necesitaban gente. También eran todos iguales, pero diferentes a nosotros y, claro está, a los andaluces. Eran más del Norte, casi como nosotros. No eran tan jaleosas como las andaluzas y se parecían, en seriedad, a las extremeñas. Mis dos amigas desde magisterio vivían en esas casas, vinieron de Ólvega y de Pancorbo, son majas, majas.

Nosotros, los de mi edad, éramos todos del barrio y habíamos crecido a la par. Nuestros amores y odios venían de la proximidad y el conocimiento compartido. Teníamos referentes que apoyaban nuestras tesis y nuestros padres no necesitaban preguntar por la familia de mis amigos y amigas. Con los nuevos vecinos aquello era un sin vivir, no teníamos información fiable. Decir que era de Jodar era como decir de ningún sitio. Había cierta desconfianza. Sobre todo con las mujeres, con los hombres no pasaba nada porque no iban a formar parte de tu vida amorosa. Bueno, lo digo en mi caso, supongo que la prevención con los hombres sería para las mujeres de aquí.

He hablado de mi infancia como si fuese una propiedad que tuve y que gozó de vida propia. Y es que en el aspecto identitario fue así. Hoy soy como un padre capuchino de los de mi infancia. Tengo otra personalidad fruto de la llegada a mi vida de personas que no nacieron aquí. Me llamo Juanjo de San Pedro, un barrio que ya no existe. Soy apátrida.



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