La mentira es el valor de la moneda.

Escucho a los políticos de los distintos ejecutivos lamentarse de sus ejecuciones. Dicen que no son partidarios de sus actos. Dicen que hacen lo que hacen porque es su obligación. Dicen que no se pueden negar a su sanguinario dios. Dicen que debemos pagar por sus pecados. Dicen que han venido a salvarnos. Dicen que si protestamos la ira de su dios se desatará sobre nosotros y nuestros hijos. Dicen que tenemos que pagar por lo que es nuestro.

Los burócratas venden indulgencias a los banqueros e imponen la simonía sobre la igualdad.

Les oigo y me imagino a un soldado que obedece la orden de matar a un indefenso. Bueno, no: serrarle un brazo a una mujer. Bueno, no, que pueda producir: cortarle una pierna. No tanto: un dedo. Un poco menos: rancarle las uñas. Sin sangre: darle un bofetón a un niño que le mira aturdido.

Todo sin rechistar. Sin negarse. Y duermen tranquilos, comen con placer, acarician a su hijo, besan a su mujer y se lavan las manos después de mear.

Les escucho lamentarse de los lamentos de sus víctimas, del dolor que les producen sus gritos, de las lágrimas que les provoca su llanto, del frío que les entra ante su desnudez, del hambre que les viene cuando sus víctimas no comen, del cansancio que les invade ante tanto trabajo.

No desobedecen. No tiran el fusil y se marchan. No muerden la mano de su amo. No se abrazan a los que sufren. Se cambian los suaves guantes cada vez que dan la mano, cada vez que la levantan, cada vez que se acarician.

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