Iquitos
El hotel que encontramos, La Posada del Cauchero, es para mí el fiel reflejo de lo que es la ciudad y si me apuras Perú. La fachada da a una placita peatonal a orillas del río Itaya y está alicatada hasta el tejado de azulejos finamente dibujados con trazos azules, con ventanas enrejadas de forja y un balcón central esplendido con un aire muy de Iquitos. El interior era, igual sigue siendo, una obra inacabada y en fase de construcción. Para mis compas de viaje estaba finalizada y por voluntad del decorador, arquitecto o propietario lucía ese aspecto tan austero. El suelo de pasillos y escaleras lucía el cemento de obra, las paredes no estaban lucidas y lo que se veía era el ladrillo mondo y lirondo, las ventanas y puertas mostraban los marcos de madera de pino de su esqueleto. En la parte trasera había un patio en el que, según el folleto, nos esperaba una piscina de aguas cristalinas, pero en su lugar había materiales de obra que, por su aspecto, hacía tiempo que dejaron de ser utilizados. Eso sí, en nuestras habitaciones gozábamos de aire acondicionado, pero con vistas a la nada. Dos ventanucos en una pared, cubiertos con mosquitera, a los que no se podía acceder ni subiéndote a una silla, le daban carácter y personalidad carcelaria. El baño era un conjunto artístico entre lo conceptual y lo naif. Cada vez que entrabas tenías la sensación de vivir en una performance propuesta por un estudiante de FP con pocos recursos. Tuve que recomponer y tapar, con una bolsa de plástico, una toma de corriente para las resistencias que, metidas en una caja de plástico, se suelen colocar en el tubo del agua, cerca de la alcachofa de la ducha. Cables de luz y tubos de agua se entrelazaban innecesariamente y subían por la pared sin lógica, a su aire. Cuando la ducha decidía funcionar se producía el milagro del color. Tubos, cables, ladrillo y cemento se oscurecían y aclaraban según se mojaban o se secaban. La ducha tomaba sus decisiones y regulaba la cantidad de agua y el modo en que la escupía sin que hubiera conexión cierta o lógica entre el caudal y el giro de la llave que se suponía era para el agua. En esos momentos caprichosos y festivos (Iquitos es famosas por sus juergas de fin de semana) santorrostros, mosquitos L, XL o XXL y bichillos fuera de catálogo decidían salir a estirar las piernas o las alas al ritmo del sonido ronco de las cañerías.
Las calles del Iquitos céntrico, el de las casonas del esplendor cauchero, ofrecen un aspecto ruinoso y están abarrotadas de pequeños comercios, bares, casas de cambio, casinos y salas de juerga. Pasear por las aceras es un constante choque con gente que vende de todo, camareros que te invitan, representantes de agencias de viaje, cambistas, sanadores y predicadores de toda índole. Los carromatos invaden las calles en un alboroto de ruidos de motor y bocinas. Nosotros tuvimos el añadido de que muchas calles estaban levantadas por obras y el polvo o el barro las hacían poco transitables e inseguras dado la conducción de los charapas. Como en todas las ciudades turísticas, la oferta sexual en distintos puntos y a determinadas horas es abundante y variada.
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