Yurimaguas Ikitos II
El cocinero siempre caminaba con un contoneo exagerado y cuando nos traía la comida al banco que había cerca de los camarotes, sus poses y meneos se magnificaban. Estábamos siete personas y en cada viaje traía dos platos, uno en cada mano. Si verlo venir desde la proa, donde estaba la cocina, a la popa, donde estaban nuestros camarotes, era un espectáculo de pasarela y circo; verle cuando se marchaba era de mareo. Caminaba sobre una línea recta con un movimiento de caderas y de culo que para sí lo hubiera querido Marilyn. Sus habilidades como cocinero eran aceptables para una carta monótona que se componía de hebras de pescado o hebras de res acompañadas siempre por un plátano caliente y una “teta” de arroz blanco que le daba un toque singular. Sí, para mí, aquella montañita redonda y blanca con un remate a modo de pezón me sugería una teta, de silicona, pero teta al fin y al cabo. Daba pena romperla porque era lo más elaborado que nos traía el cocinero. A Zarra, que es muy amante de la tierra y de la tradición, la montañita de arroz le sugería una txapela con rabico y todo. Tras un ligero cambio de impresiones y considerando el lugar, el contoneo, el plátano caliente y el color del arroz; llegamos a la conclusión de que aquello no era una txapela.
En los camarotes contiguos a los nuestros viajaban dos chicas andaluzas muy majas. Habían hecho un seis mil y se dirigían a Ikitos para coger un avión que les dejase en Lima y de allí volar a Málaga. Compartimos vino, cervezas y galletas en las largas charlas que tuvimos durante el viaje. En una de esas, hablando de literatura, una de ellas se fue a por un libro que había dejado en la hamaca y del que nos quería dar unas citas.
-¡Marrano! ¡Asqueroso! –le gritaba la granadina a un joven que se encogía de hombros.
Fui corriendo para ayudarle sin tener claro qué pasaba. Al llegar a la altura del muchacho le eché a un lado y me quedé atónito. Se acababa de mear en el chinchorro, el muy cabrón. Me encaré con él, pero viendo su actitud me percaté de que le faltaba un hervor. La granadina no daba crédito y maldecía su mala suerte.
-¡Joder! ¿Por qué te has meado en mi hamaca?
-El muchacho se encogía de hombros y no decía nada.
Llamamos a un miembro de la tripulación y se lo llevó a presencia del capitán. Según supimos le echó una bronca y le recomendó que no anduviese por cubierta porque le bajaría a tierra en el primer puerto que pillase.
Le ayudé a la granadina a limpiar el chichorro en una de las duchas que había en los servicios y lo tendimos en la barandilla de babor. Uno de los libros estaba meado y lo dejó abierto en un banco de madera que había cerca de los camarotes.
Yo, días atrás, en mis elucubraciones, viendo al muchacho merodear por donde estaba la granadina, me hice la composición de que la rubia le molaba. Solía quedarse mirándola con ojos golositos cuando dormitaba en el chinchorro. En una ocasión en que ella se secaba el pelo después de ducharse, él se apoyó en la barandilla y se pegó un buen rato con la boca abierta. Pudiera ser que le saliese su instinto animal y se mease en la hamaca para marcar territorio.
En un puerto, a un día de Iquitos, se montaron en el barco unos jóvenes dirigidos por un señor que tan pronto hablaba en inglés con una señora que rebosaba carnes o con un señor, más mayor, que se le parecía; o en un castellano made in USA con los muchachos y muchachas. Bueno, no con todos, un chico y una chica con pintas de extranjeros se dirigían a él en inglés. Visto lo visto y oído lo oído les comuniqué a mis compas que acababa de subir el padre Abrahán con su padre, su mujer, dos hijos (la chica era una especie de María Ostiz paliducha con guitarra) y una cuadrilla de acólitos nativos con pintas de estar realizando un viaje, su primer viaje. Los autóctonos llevaban sus cosas en unas bolsas de plástico y el reverendo y su familia en unos maletones.
El padre Jon, me equivoqué en el nombre, era un pelma engolado, sabelotodo, que reunía a su cuadra y les daba unas chapas sobre Dios que ríete tú de los discursos de Fidel. En una de esas me pillaron en medio. Me dormí en mi hamaca oyendo a mi espalda una confesión comunitaria infame. Dejé al enviado de Dios y familia sentados en unas sillas y a sus abducidos en el suelo largando sus impresiones sobre la semana que habían pasado juntos en un poblado al que habían ido en misión pastoral. Y me desperté acojonado siendo parte de un lado del polígono que había formado la comunidad protestante. No es que yo levitase, con hamaca y todo, hasta caer en su foro, no. Fueron ellos los que cambiaron de posición. El sol les fue calentando el coco cada vez más y decidieron pasarse a la sombra, a mi vera. Fue una experiencia muy dolorosa y triste. En más de una ocasión habría dado mi opinión, pero me aguanté porque también quería seguir escuchando como un puto cotilla. Bueno, todo el mundo podía escuchar lo que hablaban, lo que pasa es que yo estaba en el ajo. Si hubiesen hablado de mí, entonces sí que habría dicho algo, pero no era cosa de dar la nota. Además, no hablo inglés y mi crédito, ante los autóctonos, habría caído en picado. Llegué a pensar que la familia del pastor hablaba inglés para remarcar su superioridad. Me recordó al latín y se me inflamaron los argumentos contra el idioma del imperio y el imperio en sí mismo. Los relatos, sobre todo los de las chicas, eran contados con el alma y me dejaron inmóvil en mi chinchorro. Una era madre soltera (muy común por estos pagos) de un niño pequeño y estaba agradecida al padre Jon por haberle sacado por primera vez de su pueblo. Todo era fantástico y se había dado cuenta del dolor de las mujeres que vivían en el poblado que acababan de dejar. Yo alucinaba porque no veía ninguna diferencia entre el relato de su vida y el de las del poblado. Lloraba emocionada porque en este acontecimiento notaba sobre ella la mano de Dios. El father Jon le dio un pequeño repaso tachándola de engreída por considerar que el mismísimo Dios le había tocado y, de paso, le invitó a enderezar su vida y no dejarse llevar por hombres que utilizan bonitas palabras. Otra confesó su analfabetismo y agradeció a todos la ayuda ofrecida para poder asistir a la escuela evangélica que el father Jon tenía por allí cerca. Uno le reprochó a otro que le confundiese ¿mintiese? sobre algunas cosas de la comunidad. El mentado tomó la palabra poniéndole a parir y acusándole que estaba alterado porque llevaba un mes sin tomar. Se armó un pequeño alboroto. Father Jon les invitó a orar, se dio un moco recitando pasajes de la biblia que ilustraban el momento y le mandó a su hijo que cantase no sé qué salmo acompañándose de la guitarra. Pensé: por fin voy a oír, a alguien de la peña, tocar la guitarra. Ahí ya no pude más. Jon junior era un zote de la leche cantando y tocando la guitarra. Abrí los ojos, me levanté de la hamaca sin caerme y me largué dejándoles a todos con la boca abierta.
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