Desorientado en oriente
En todos los sitios hay cosas que merece la pena
ver, pero en todos los sitios, incluso esas cosas, si las comparas con otras de
otros sitios, no son gran cosa en su magnificencia, en su sencillez o en su
belleza incomparable. Lo que para los del lugar puede ser una bandera para los de
fuera puede ser un trapo o, como mucho, un lienzo. De la misma forma, cosas que
par los autóctonos son intrascendentes y carecen de atractivo alguno, para los
foráneos son llamativas, únicas y generalmente auténticas. Esto último es lo
que hace que los residentes en el lugar miren a los turistas con asombro y con
toda la razón del mundo, de su mundo, piensen que están, estamos, como putas
cabras. Aunque bien es cierto, no precisamente en Laos, que algunos se terminan
convenciendo de que las chorradas esas que nos llaman la atención pueden ser
fuente de ingresos y se ponen, como locos, a representarlas o producirlas hasta
que pierden su valor.
Haciendo caso de Planet nos dedicamos a visitar lo
que se nos sugería. Nos zampamos unos buenos entremeses de edificios civiles y
un atracón de templos budistas de distintas épocas y de escaso valor artístico,
que trastornaron más mi ya trastornado amor templario. Entraba templao, rápido;
y salía destemplao, más rápido.
El Patuxai es una copia del Arco de Triunfo de
París y orgullo de los laosianos que se construyó en los sesenta del siglo
pasado, con dinero yanqui, para
conmemorar la independencia de los franceses. Es de hormigón y ya muestra el
deterioro típico de este material. Merece la pena subir a lo más alto porque
hay unas buenas vistas de la ciudad.
Paseando por el parquecito que rodea el Pauxai me
percaté, viendo los pequeños bancos de cemento, de algo que me estaba dando en
la cabeza y no sabía qué: la limpieza y pureza del espacio. La ausencia de
grandes carteles publicitarios. El respaldo de los bancos tenía publicidad de
hoteles. Ocupaba un trocito del centro y estaba hecho con plantilla y a un solo color. Esto de la
publicidad bancaría, que si hay gente sentada no se ve, la pude apreciar en
distintos bancos y en distintos sitios.
De allí nos fuimos al mercado. Muy ordenado y
limpio con casi todo en zona cubierta. Lo único que había fuera era el grupo de
talleres de joyería, los de relojería y uno de bicicletas. Una auténtica pasada
los métodos tradicionales de trabajar el oro, la plata y las piedras preciosas.
En un metro cuadrado, sentados en el suelo, con un fogoncito, un balde con agua
y un yunque mínimo tenían montado el taller. Unos pegados a otros y a la vista
de los que querían comprar o simplemente curiosear.
El atracón de templos nos lo dimos con el Wat Si
Saket, el Haw Pha Kaeo, El Pha That
Luang y los de sus aledaños. En distintos días, pero con el mismo calor
pegajoso que aumenta conforme vas paseando con desgana, nos pateamos los
centros de oración y peregrinaje de los laosianos.
Cuando visitábamos el Pha That Luang, aparecieron unos
ciclistas ataviados como los de aquí, con sus buenas bicis y su equipación a la
última. Dejaron sus bicis aparcadas cerca de donde estaba yo, a la sombra, y
unos cuantos se pusieron de rodillas a rezar delante de un enorme buda tumbado,
pintado y repintado en color oro; el resto se dedicó a bromear y recuperar
fuerzas comiendo tabletas energéticas. Según me pude enterar venían de Bangkok
y estaban haciendo una especie de Camino de Santiago por los templos más
significativos del budismo.
Siguiendo por los alrededores, al cruzar una enorme
plaza camino de un templo moderno, tropezamos con otro grupo de entre veinte y
treinta ciclistas con aspecto más dominguero que los anteriores. Me percaté
que yo llamaba su atención. En unos
momentos de confusión porque ellos me llamaban y yo no les hacía caso, me vino
uno de frente y se me plantó delante agarrándome del hombro. Estaba pelado,
como yo, muy musculoso, pero como no tenía pinta de venir con mala intención le
saludé dándole unas palmaditas en la espalda. Unos aplaudieron, otros se
dedicaron a sacar fotos como locos mientras nosotros, al menos yo, no sabía qué
hacer. Me pedían, en laosiano, supongo, que posase con el cachas. Nos sacaron
unas fotos agarrados del hombro, en plan colegas, pero no era suficiente para
el personal que se partía el lomo. El cachas no decía nada, solo reía. Se me
acercó uno de ellos y en un inglés que yo entendía, acompañado de gestos que lo
reforzaban, me vino a decir que le pegase puñetazos al compa. Le dije que ni
hablar, que no quería morir allí mismo, que me piraba. Pero el calvorrio, como
yo, me hizo señas que no me iba a tocar un pelo, que teníamos que simular. Todo
esto lo entendí porque me coloco el puño en la cara y luego en la tripa. Todo
el mundo se animó y ante el entusiasmo del personal ciclista laosiano posamos
como si nos diéramos de leches. Antes de despedirme les pregunté que a qué
venía el asunto, que por qué me habían elegido a mí. El traductor de laosiano a
inglés me dijo que nos parecíamos y que el calvo laosiano había sido hasta hace
poco un buen luchador de kick boxing.
Como no todo iba a ser destemplarnos nos medicamos
comiendo y bebiendo en los distintos restaurantes de la capital y paseando al anochecer
por la orilla del río viendo a numerosos grupos hacer aerobic siguiendo las
indicaciones de sus monitores y custodiados por largas filas de banderas
laosianas y comunistas; a muchachos haciendo acrobacias con bicicletas o
monopatines; a personas de todas las edades corriendo; y a parejas de
enamorados sentadas al borde del malecón viendo la puesta de sol.
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