Cajones

             Por razones ajenas a mi voluntad me pongo a limpiar a fondo y hasta el fondo los armarios con el propósito de ordenar, sobre todo, los cajones. No lo hago por prescripción facultativa de médico,  sicólogo o hechicero; lo hago porque lo tengo que hacer. Si no se pone orden en un cajón su contenido se revuelve en una primavera libertaria y no hay manera de encontrar las cosas. Un buen cajón se parece mucho a una dictadura o a un ejército, pero es recomendable (figura en todas las constituciones sobre cajones) cada cuatro años, o así, poner en cuestión su estado y tratar de recomponerlo a pesar de que, con pequeñas variantes, a la primera que metes la mano vuelve el desgobierno. 
            El cajón  no es una caja grande, es otra cosa. Si a una caja le quitas la tapa tienes acceso a todo su interior sin ningún problema. Sin embargo, los cajones no se pueden sacar del todo. Siempre queda un fondo sumido en la oscuridad en el que se amontona lo que has perdido, lo que no usas o lo que escondes. Y para acceder a él, al subconsciente, puedes sacar el cajón de sus guías con pericia, si quieres volver a usarlo; a la brava, como hacen los ladrones en las películas; o simplemente sacas lo que tienes en la zona consciente para dejar espacio a lo oculto y, después de reconocer su existencia, devolverlo a las tinieblas (por algo estaba allí).  Es bueno y necesario volcar todo y ponerlo sobre la mesa o el sofá. Eso sí, en soledad para que no se entere nadie de lo que guardas o escondes. Hasta tú te puedes sorprender de lo que hay en ese mundo.
            Otra peculiaridad que les hace diferente a los cajones es su volumen. De las 3D, la altura (arriba o abajo) y la profundidad (delante o detrás) son muy traidoras. La anchura no es conflictiva. A más altura, más cosas se pueden meter y más caos se produce. Mantengo la tesis de que los mejores cajones son aquellos cuya altura solo permite un objeto, tumbado o de canto, sin posibilidad de colocar otro encima, como las hueveras. El mayor error es apilar. Siempre usas las que están arriba, las que ves. Y no digamos si ese encima o debajo se repite en distintas pilas añadiendo  un delante o detrás. Entonces aumenta el subconsciente de tal manera que no tomamos conciencia de la basura que almacenamos. Ni que decir tiene que dejo fuera de mi estudio los cajones de sastre o desastre, los cajones de los ejecutivos poco trabajadores y los cajones con llave. ¡Ah! un archivador no es un cajón por mucho que lo parezca.
            Cuando llegué al último cajón del chifonier decidí sacarlo del todo. Me jode estar de rodillas. Y más con el más bajo. Suele ser el menos usado y, por lo tanto, el de lo desconocido. Me senté en la mesa de fumador (ahora se le tendrá que cambiar el nombre) para hurgar tranquilamente.  Chorradas que guardé por no tirarlas dormían el sueño de los justos junto a otras  irrepetibles que me sirvieron para recordar otros tiempos. Al ir a meterlo me percaté que había en el fondo unas tiras de papel. Posiblemente cayeron de los subconscientes de los otros cajones. Ese espacio que está detrás del último cajón o debajo de él es el inconsciente colectivo. Lo más de lo más.
            La primera tira estaba amarillenta. En letra de imprenta ponía CUESTA DE ENERO, así, en mayúsculas. ¿Desde cuándo podía estar allí? Recuerdo vagamente que con ella queríamos decir que enero era jodido porque subían los precios, las tarifas, un poco los salarios y el fondo de ahorro había menguado por los gastos de navidad. El comercio, para suavizarla, se solidarizaba y montaba las rebajas. No me extraña que cayera. Ahora no tiene sentido.
            En la otra tira figuraba un OTOÑO CALIENTE. ¡Qué tiempos! Después de las vacaciones de verano la gente retomaba el trabajo y la conciencia politicosociolaboral, se liaba la manta a la cabeza (para menguar los palos) en manifas y actos que elevaban la temperatura.  Eran tiempos en los que no había internet ni móviles y se anunciaban las cosas en pasquines y a voz en grito. Eran tiempos en las que había trabajo y vacaciones. En fin, ahora, el otoño caliente nos lo han cambiado por el SÍNDROME POSVACACIONAL. Es más personal.
Tiro las dos tiras a la papelera y meto en el primer cajón el síndrome posvacacional que he escrito conscientemente.  

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