La gimnasia mental requiere desnudarse.




A la hora de hacer ejercicio siempre he preferido el juego con colegas en espacios abiertos. Lo de entrar en un tugurio, reconozco que ahora los gimnasios son hasta asquerosamente aseados, pellizcaba mis principios callejeros. La lluvia, el frío y el aire han formado parte del alma que, antes el juego y luego el ejercicio físico, me  ha acompañado a lo largo de la vida. De crío, además de estos elementos incontrolables, la adaptación del entorno y sus recursos  a las necesidades de la cuadrilla nos azuzaba el ingenio capacitándonos para otros retos más serios. Una portería podía ser tan abstracta como la altura del portero y "de ahí a ahí",  a la vez que tan tangible como una piedra. De la misma manera que  los árboles eran un mundo que superaba su propia definición pasando a ser un parque, el puente de San Pedro, la cuesta hasta el portal de Francia, las cadenas del puente de madera, las murallas y las pilongas nos servían para disfrutar de lo lindo. Aquello dejó de valer, o yo dejé de ser el que era, y pasé a correr solo o acompañado, a jugar pachangas de pista, a darle a la pala y poco más. Pero bueno, ahora he alcanzado el más alto grado de la incompetencia física a base de entrar en esos recintos cubiertos, mal llamados gimnasios, y adaptarme a los cacharros que se han diseñado para mover grupos musculares de forma específica.
Dejando el gusto de los monitores por la música invitadora al movimiento, dicen ellos, y no a la reflexión (repetir la flexión), apartando los disfraces del personal, incluido el del que suscribe, lo que me impresiona son las máquinas desparramadas por el espacio formando un bosque monstruoso, duplicado por grandes espejos,  en el que los atletas se cuelgan, se esconden, tiran o empujan con frenesí para subir a lo alto de los árboles metálicos unas placas de hierro que dejan caer nada más alcanzar la cima. Y a eso le llaman gimnasio. Nadie va en pelotas, como lo hacían los griegos de la gloriosa Grecia, ni hay biblioteca. En fin, yo dejaría de llamarle gimnasio y le llamaría taller, obrador, factoría o algo así por mucho que los monitores se empeñen en que lo importante es concentrarse en el ejercicio y sentir los músculos hasta llegar al orgasmo producido por las endorfinas. Yo a eso le llamo pasarlo bien y sigo prefiriendo el juego con los amigos, sin espejos ni música, al ejercicio solitario.
De todos los ingenios musculeros, al único que no he osado tocar es a la cinta de correr. Tiene vida propia y puede decidir, si te despistas, mandarte a tomar por el culo. No me siento capacitado. Mira que me gusta salir a correr, pero, como soy muy de darle vueltas al coco y desconectar de lo que estoy haciendo, no me fio de la cinta. Además, para correr o subir escaleras nunca iría al gimnasio. Vivo en un quinto y tengo un parque precioso cerca de casa.  Sin embargo, la estática y el remo sí me gustan. Ya sé que no voy a ninguna parte, pero no tengo que preocuparme de nada. Si me olvido de pedalear o remar no pongo en peligro mi integridad física. A diferencia de algunos que se compran una estática para pedalear mientras ven la tele (el no va más de la demencia) y terminan dejándola en el trastero o regalándola a otro pirao como él (hasta formar un bucle), yo prefiero montarme en las bicis que dan al gran ventanal por el que veo los robustos árboles de río Arga con San Cristóbal al fondo. Las estáticas del gimnasio que dan a la pared y a los televisores no me gustan, pedalear así me resulta claustrofóbico.
Los espejos me parecen el colmo del asunto, el paradigma del despelote: la soledad. Sí. Te concentras mirándote el interior, sintiendo hervir las endorfinas, a la vez que con el espejo te analizas por fuera en plan paranormal, extracorpóreo. El musculitos de turno se mira y remira retándose así mismo, se ajusta y reajusta la camiseta de tirantes para agradarse y, casi, hasta se lanza besos. Yo creo que hay gente que a cada músculo suyo le llama por su nombre y hasta discuten. Los bíceps se niegan a redondearse y les castiga con veinte repeticiones más; los abdominales no forman una tableta, les da unos golpes, se cuelga de una barra como si fuese un murciélago y levanta el tronco hasta casi besarse las rodillas.  Yo creo que lo que le ocurre es que, o no se concentra como dice el monitor, o el desmadre de endorfinas le ha transformado en supernumerario del onanismo. O las dos juntas.
Y después de todo ese alarde muscular, ese sudar concentrado y ese brioso postureo, lo mejor: la ducha.  Ahí, sí. En pelotas, como en los gimnasios de la gloriosa Grecia. Y luego a casa, a leer.

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