Morir de puta madre
A
las cinco recojo unos quince carteles A3, "Decisiones al final de la
vida", para colocarlos por distintas calles del barrio. Como llueve intermitentemente
decido llevar un paraguas grande, mi mochilica pequeña, el
paquete de carteles y un rollo de cinta adhesiva. Para
colocar los carteles dejo apoyado el paraguas en la pared, cojo un folio,
sujeto el resto entre las piernas, pongo el cartel a la altura de mi cabeza, lo
sujeto a la pared con el codo izquierdo, corto un trozo de cinta con los
dientes y fijo la esquina superior derecha; las otras tres, como tengo las
manos libres, me resultan fáciles de poner.
Cuando
estoy colocando un cartel se me acerca un señor muy mayor empujando un taca-taca—
Como no hay obras para mirar, le debo resultar todo un espectáculo—. Espera a
que termine y me pregunta, con la lentitud y el tono apagado propio de su
edad, por el contenido del cartel. Después
de repensar la respuesta le digo que es una charla coloquio para personas
interesadas en morir sin dolor.
—¿Cuándo
es?
—El
jueves a la siete y media, en el Civivox.
—Me
interesa mucho. Es a lo único que tengo miedo. La muerte no me preocupa, pero
el dolor, el dolor me da pánico. Ya ves a donde se llega. ¿Y puedo decidir yo?
Porque no decido nada. Mis hijas son las que mandan —Me dice golpeando el suelo
con el andador.
—Claro
que puede decidir usted. Si va, se enterará de cómo está el asunto; y si no, se
lo comenta a su doctora del centro de salud, que se lo explicará muy bien.
—Gracias
majo —Y siguió su camino con cara de resignación.
Entro
en la marquesina de la villavesa para colocar uno. El único espacio libre está
justo detrás de dos monjas muy bajitas que esperan sentadas en el banco. Les
hago un gesto de que quiero pegar el cartel y se levantan muy amables. El banco
me viene como anillo al dedo para dejar todos los bártulos. En cuanto coloco la
primera esquina las sores muestras su sorpresa.
Hablan en voz baja, casi a ras de suelo. Aunque las dos están en
desacuerdo con el contenido de la charla, una admite que el dolor se debe
reducir en su justa medida. —De ahí a la eutanasia, nada —replica la otra.
Colocando
uno cerca de un bar me saluda una gitanica con dos churumbeles de cinco y seis
años, calculo yo. Fue alumna mía. Charlamos de todo un poco interrumpidos por
la perra del más pequeño de los críos por entrar a comprar chucherías en una
tienda cercana. El mayor, para demostrar sus progresos en la escuela, intenta
leerlo en voz alta. La madre, que es más lista que lista, se percata del
contenido y le dice: "No leas eso, que son cosas que no te interesan. Son
cosas de mayores. Este Juanjo siempre está metido en jaleos". Yo le animo
al chaval diciéndole que, aunque deletrea, lee muy bien. El más pequeño le
llama a gritos desde la puerta de la tienda y nos despedimos deseándonos lo
mejor.
Me
quedan dos carteles. Decido colocarlos en una calle que termina en el centro de
salud. Está llena de bares con parroquianos de toda la vida. En uno de ellos,
también en sus alrededores, se suelen dar cita una cuadrilla de jóvenes, alguno
no tanto, que andan con un pie o los dos en el campo de las sustancias
ilegales. De un bar cercano salen a echar un cigarro tres muchachos. Casualidad de casualidades, a los tres les he
dado clase y me saludan alborozados diciéndome que me ven en plena forma. Están
con un subidón de tres pares. Al percatarse de que estoy poniendo carteles se
ofrecen a ayudarme.
—¿Dónde
los ponemos?
—Este
lo pongo yo y este otro, vosotros, en aquella esquina.
Cortan
de mala manera cuatro trozos de cinta, los pegan al cartel y pasan a la otra
acera para colocarlo.
—Tío,
esto está de puta madre. Sí señor. Cuando estás jodido, que no puedes con tu
alma: un chute y a tomar por el culo. Esto tenía que ser obligatorio. Muy de
puta madres, Juanjo. Ya le diremos a la peña. ¡Venga! Nos vemos, chavalote.
—Gracias
por ayudarme.
—¡Venga
ya! Si esto no es nada. Ya sabes que nosotros siempre estamos por la labor. ¿A
que sí? —me dicen atropelladamente mientras levantan la mano para despedirse.
—¡Cuidaos!
Justo
al doblar la esquina, un crío, que corre mirando hacia atrás, se choca conmigo.
Le agarro para que no termine en el suelo, se suelta al instante, no dice nada
y sigue corriendo. Detrás viene otro
rabiando a voz en grito. El que se chocó conmigo se para y le chulea meneando
el culo.
Joder Juan jo, allá donde vas las relaciones sociales aumentan. Será por tu sociabilidad, esa capacidad que posees de forma innata y que tanto escasea, y que consiste en reconocer a otros humanos cuando entramos en contacto con ellos. Una suerte tenerte por amigo.
ResponderEliminarGracias, pero todos somos lo que somos por la caidad de las personas que nos rodean. Una gran parte se debe a un amigo que por amor se ha ido a vivir a lo alto de una colina, cerca de Bilbao. Seguro que lo conoces. Es un profe de filosofía que forma parte de la personalidad de infinidad de alumnos y alumnas. Y, no te lo pierdas, su pareja es una profesora con mucho más mérito que él porque ha conseguido ser referente de otros tantos alumnos y alumnas con el cartel de profesora de matemáticas.
ResponderEliminarEn mi caso se da la circunstancia de que vivo en el mismo barrio, cerca del río, en el que he trabajado ayudando a mis alumnos y alumnas a ser mejores personas y, lógicamente, más felices. Si viviese en otro barrio no me pasaría esto. Un abrazo, pareja.