Irlanda (I)


Teniendo claro que Irlanda es una isla no muy grande y dividida en dos, cosa muy normal en la vida política de las islas de los distintos mares, con dos monedas distintas, europea con agua salada de por medio, brexit en plena explosión y con muleta religiosonacionalista que a la menor es utilizada para repartir hostias o torear a los crédulos, nos fuimos a Eire a disfrutar de veintiún días a la irlandesa. Es decir, a verlas venir en un país que celebraba, nos enteramos a medida que íbamos viendo carteles por todos los sitios, su centenario. Y aquí es donde comenzó nuestro intento acientífico por entender lo irlandés, lo que caracteriza a la gente pálida, pecosa, rubia, pelirroja, grande, amable, solidaria, luchadora y bulliciosa que mayoritariamente puebla la isla desde que aquellos pueblos del norte se amontonaron en Hibernia, la de los Stark, hasta que con la hambruna de mediados del XIX tuvieron que salir cingando en busca de la tierra prometida americana y participar en la conquista del Oeste y de todo lo que fuese terreno para cultivar. En ese éxodo, a la noche, para matar el hambre solían cantar y bailar sus canciones. Canciones que serían conocidas, con el tiempo, como música country.

Un país que tiene el arpa como elemento principal y único de su escudo dice mucho de su identidad. Vamos, que al personal le va la marcha cosa fina y espumosa. Al anochecer los pubs se llenan de música en directo para amenizar a la parroquia mientras cena, bebe Guinness, la del arpa, y confraterniza con todo el que entra en el local. Independientemente de que hables o no inglés el entendimiento es total porque la música es el lenguaje internacional más hablado en el mundo y los irlandeses son bilingües a más no poder. Cuando ves el cantante dejar la guitarra sobre la silla y coger el vaso, piensas que se toma un descanso, pues no. Mirando al suelo dice que va a cantar una canción que le ha pedido una señora. Nada más dar la primera nota, a palo seco, todo el bar la canta mirando al infinito del vaso, los camareros se quedan quietos y en los silencios se oyen latir las lágrimas. Cuando escuchas y sientes esa canción que habla del amor a la tierra, a los vecinos que te hacen la vida más llevadera y a los que se fueron mar adentro, terminas abrazando la barra y pidiendo otra Guinness. No hay nadie que salga de un pub sin despedirse de la gente dando las gracias por la velada y, dependiendo de la cota alcohólica de cada cual, lanzando besos a San Patricio.

Santo curioso, este San Patricio, que se paseó por aquellas tierras dando caña a los druidas con sus mismas armas hasta hacerse con toda la clientela. Patrick, que era como se llamaba aquel joven britano con pinta de tomar el té en cuerno de cabra, evangelizó tan bien a los lugareños que hoy Irlanda ocupa el primer puesto en el PISA del catolicismo. Un maestro del constructivismo al servicio de la fe, el genio del 3D y la abstracción. Este precursor del sincretismo, al no disponer de pizarras o similares, se las veía canutas para meter en la mollera del personal las teorías que había mamado en su noble casa. Aquellos agricultores y pastores que jugaban al hurling y pimplaban cualquier cosa que les hiciese cantar salmos no estaban por tragar con las cosas traídas de fuera. Patricio iba haciéndoles entender lo de la vida eterna y el amor al prójimo sin mayores problemas, pero cuando llegó el tema de la Santísima Trinidad, ahí la cosa se puso un poco chunga. A los O' Brian, Murphy y Callaghan de la época, como no pillaban más allá de las cuatros chorradas que leían en su libro sagrado Guinness y en los posos de un bebercio oscuro con el mismo nombre, se les hacía muy cuesta arriba (Irlanda es plana) eso del tres en uno. Un día, en plena catequesis, un muchacho se entretenía haciendo guirnaldas con tréboles. Sir Patrick, que tenía muy mal genio ecológico y les castigaba a los díscolos de rodillas contra cualquier árbol, le mandó contra un gran roble, no sin antes quitarle la guirnalda y darle en el culo con una vara de fresno. En ese preciso instante a sir Patrick le dio un tembleque. Al estar metido en el grupo educativo de Dios le solían entrar mensajitos divinos. En esta ocasión le llegó un tuit traído por el cuervo que se posó en el gran roble. Este pájaro negro es el amo del espacio aéreo irlandés. Las palomas no aparecen y supongo que al Espíritu Santo lo representan con un cuervo. Se hizo un silencio perturbador. Los catecúmenos miraban al cielo, al roble y a su mentor. Algunos estiraban el cuello a la espera de pillar algo. El sol se paró en lo más alto del firmamento. El tic-tac celeste enmudeció durante unos segundos eternos.
–¿Qué es esto? –preguntó maese Patricio cogiendo un trébol por el rabo.
A shamrock –contestaron todos con caras de satisfacción por acertar en la respuesta y salvarse de una colleja.
–¡Ya! Pero eso en el idioma bárbaro que habláis y solo os sirve para andar por la isla. Es un trifolium –les dijo en voz alta para remarcar su dominio de la lengua del imperio y dejarles por ignorantes.
–Bueno, ¿y qué? –preguntó uno que andaba metido en rollos independentista.
–Esto es... la Santísima Trinidad. Padre, hijo y Espíritu Santo. Tres en uno. Uno y trino.

El personal se quedó flipando en colores verde, blanco y naranja. El concepto corrió como la pólvora. Perdón, aún no se había inventado. Corrió como el viento, que allí sopla mucho. Coló la idea de que Irlanda, al ser prácticamente un prado, era la materialización de la Santísima Trinidad. Al poco, todo el mundo se colocaba un trébol en la solapa para demostrar que tenía estudios. Tal fue el éxito panteísta que antes de que Sir Patrick fuese San Patricio, el trifolium pasó a ser el símbolo de todo lo irlandés. 

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