Irlanda (II)
Irlanda
tiene atractivos turísticos indiscutibles que nos pueden hacer ir a pastar por
las muchas tabernas, castillos en ruinas, costas bravas y escasas playas de
arena. Podemos campar a nuestras anchas para aprender inglés a precios más
asequibles que los de la vecina Gran Bretaña. Podemos ir a Eire de fin de
semana aprovechando los vuelos baratos de Ryanair, la del arpa, y hacer gaupasa
con buenos güisquis como combustible en sus presentaciones Irish Coffee, Irish whiskey sour o Irish Punch. Todo lo Irish lleva
"agua de vida", güisqui gaélico. Pero lo que nos puede llevar a
Irlanda es, sin lugar a dudas, la aventura incomparable de conducir por
aquellos andurriales. De la misma manera que el personal se va al Himalaya a
romper botas y saludar al yeti, la propuesta de darse una vuelta por la plana
Irlanda es del mismo calibre o superior. Manejar un coche con volante a la
derecha es como hacer ochomiles sin sherpas
o echar la siesta a la sombra de una acacia en el Serengueti.
A
los dos días de irlandear descubrimos que alquilar coche en Belfast era más
barato que en Dublín. Como teníamos intención de pasar dos días en la capital
del Ulster, nos fuimos en bus a la ciudad natal del Titanic y contratamos un coche en su aeropuerto al finalizar nuestra
estancia en la ciudad con el muro que más tiempo ha estado tieso de Europa, más
que el de Berlín.
El
muchacho que nos atendió en la compañía de alquiler, no sé si era su primer día
de trabajo o estaba bajo los efectos de una noche agotadora, nos volvió
majaras. El contrato tenía una clausula no escrita por la que teníamos que
pagar un seguro de ochocientos euros (el alquiler nos salía por trescientos) si
queríamos incluir las ruedas y los espejos. En caso de no hacer ese seguro
teníamos que poner una fianza de mil y pico euros. Sara, en perfecto inglés,
regateo más que Messi y consiguió bajar el precio y dejarlo en la mitad. Alquilamos
un Peugeot 208 cuatro puertas. En el parquin del aeropuerto, como el cochecico
era básico y no tenía GPS, le pusimos el nuestro.
El
primer aviso lo tuvimos al salir del aparcamiento. Me subí por el bordillo
pensando que me sobraba medio metro. Al salir en la primera rotonda del
aeropuerto, yendo a pedo burra, me volví a subir a la acera. Entonces nos
percatamos de la franquicia para ruedas y retrovisores. No le hice ni un
rasguño en los dos mil novecientos treinta y dos kilómetros que nos metimos en
dos semanas por carreteras como cuerdas en bolsillo, estrechas, sin arcenes, con
kilómetros y kilómetros de muros de piedra o de naturaleza que te encajonan, lluvia,
acantilados de costa en los que hay que buscar ensanchamientos para poder pasar
cuando viene otro en dirección contraria, curvas ciegas y miles de rotondas con
su bordillos y vegetación interior o pintadas en el suelo (estas son las peores
porque igual no las ves y las tomas al derecho). Hasta las autovías o
autopistas que circundan Dublín tienen enormes rotondas cada dos por tres. Creo
que en Irlanda hay más kilómetros de curvas que de rectas. Es más, no hay
cruces. Bueno, sí, las celtas. Y esta es la clave del concepto de lo irlandés: su
cruz.
La
cruz celta es la típica cruz cristiana con un anillo grande en su intersección.
Seminaristas puestos en el tema sostienen que el anillo se lo pusieron los seguidores
independentistas de Patricio para darle un toque autóctono. Con ese anillo
representaban al sol y a la luna que los druidas les habían enseñado. Por lo
visto, la luz que entraba por los cuatro sectores espantaba los demonios. Expertos
del programa católico Sálvame, emitido por televisión, defienden lo contrario,
que fue el Patri el que le puso el anillo para llevarse al huerto a los
infieles independentista. Un grupo minoritario de investigadores dicen que de
eso nada de nada, que el anillo es la corona de espinas. Yo me apunto a este
grupo minoritario. El anillo es una putada. Me explico.
Todo
el mundo sabe que los irlandeses son muy de mantener las costumbres y eso,
según mi torpe criterio, lo llevan hasta el extremo de no admitir la femenina cruz
o el masculino cruce. Son tan suyos que en cuanto se plantaron en plan
independiente, allá por el dieciséis del siglo pasado, se pusieron manos a la
obra con lo identitario y convirtieron todos los cruces en rotondas, en cruces
celtas. Lo mismo que se dice de la Gran Muralla China, que se ve desde la luna,
podemos decir de las rotondas de Irlanda: el color oscuro del asfalto resalta
entre el verde del campo simulando un gigantesco collar de perlas negras o
barriles de cerveza. Yo propongo que las rotondas de Irlanda sean declaradas
patrimonio de la humanidad.
Circular
por la izquierda tiene su punto, pero coger rotondas a favor del movimiento de
las agujas de reloj es como andar para atrás, algo contrario a lo habitual y
que el los irlandeses lo hacen como si tal cosa, sin percatarse de que un pardillo del continente se ha metido en esa
centrifugadora, que es lo que vienen a ser las grandes rotondas irlandesas
cuando entras en su campo magnético. En más de una ocasión estuvimos a punto de
empadronarnos en alguna de ellas porque no había manera de salir. Bueno, de
acertar con la salida correcta. Es jodido estar atento a los carteles de salida,
a los coches que entran y a los que quieren salir. Aunque bien es cierto que si
te confundes no hay problemas porque cerca tienes otra para dar la vuelta.
Humanidad
a raudales la que tienen esas personas pálidas, pecosas, rubias, pelirrojas,
grandes, amables, solidarias, luchadoras y bulliciosas que mayoritariamente
pueblan la isla desde que aquellos pueblos del norte se amontonaron en
Hibernia. Gracias a su humanidad, sin pedir ayuda, pudimos salir de más de un
apuro.
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