Personas de compañía
A la espera de que llegue la
villavesa me siento en el banco de la marquesina. Una señora, que veo a menudo
paseando cerca de casa y que no sé por qué me suele saludar, pasa gritándole al
perro peludo que arrastra tirando de la correa. El chucho insiste en ir en
dirección contraria. Ella me mira como disculpándose por su aparente falta de
paciencia.
–No me hace ni caso. Tiene un
año, pero yo lo tengo desde hace dos semanas. Me lo dieron unas conocidas de mi
hermana que viven en Bermeo –me explica a la vez que sigue tirando de
la correa.
En una de esas el perro, ante una seña mía, se
planta a mi lado y trata de subir a mis rodillas. Está inquieto.
–¡Bat! ¡Ven aquí! –grita a la vez
que le coge del collar.
–Tranquila. No pasa nada. Se le
ve muy movido –le digo tratando de disimular mi rechazo.
–¡Sí! Lo llevé a la veterinaria y
le diagnosticó hiperactividad. No presta atención a lo que le decimos. Va a su
aire. No hay manera.
–¿Y le da medicación?
–No. Me dijo que le diese unas
pastillas, pero no, no le doy. La veterinaria es psicóloga.
–¿Psicóloga de perros?
–Sí, claro. Bueno, adiestradora. Tengo que ser muy autoritaria. El perro que
tuve antes daba gusto. Le hablaba y me entendía todo. Me miraba y ya sabía lo
que tenía que hacer. Con este no hay manera.
El chucho sigue a su pedo
intentando ir hacia el parque que hay detrás de la marquesina.
–Le llamé a mi hermana y me dijo
que sus amigas estaban muy contentas, se portaba muy bien –comenta la señora
mientras me mira a la vez que intenta no ser arrastrada por el perro.
Cuando se alejan pienso que puede
que el perro no sea hiperactivo, igual no entiende castellano porque sus dueñas, las
de Bermeo, le hablaban en euskera. Visto lo visto no me extrañaría que el gato
del vecino fuese autista.
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