Perifollos


En un pueblo de Navarra, cuyo nombre no viene al caso, vivía un señor de poca o nula tierra y duro trabajo en una fábrica. Era tal su afán por demostrar que era alguien a envidiar que se compró un tractor. Para darle cobijo a la llamativa máquina construyó, adosado a su casa, una cochera. Dependiendo de su jornada laboral, bien por la mañana o bien por la tarde, paseaba el tractor calle arriba calle abajo y lo aparcaba al aire libre. Poco antes de ir al tajo lo metía en el garaje.
En los noventa se construyó en el barrio de San Jorge un original parque anejo al centro de salud. Tiene un diseño asimétrico, rompedor y descontextualizado. Cuando se tratan por separado los distintos elementos que lo ornamentan sorprenden por su desubicación y nula funcionalidad. Siendo cierto que el diseño es fruto de una mente artística, estoy totalmente convencido de que el creador del parque hizo lo que hizo por un exceso de nicotina y por mandato de Alexander Fleming. Hay un algo misterioso que atonta a los que quieren violentar el espacio que albergó las fábricas Tabacalera y Penibérica, la de la penicilina y demás productos químicos.  Ocurrió en su nacimiento; ocurrió cuando el ayuntamiento, con los primeros presupuestos colaborativos, colocó a ras de suelo un templete, palio o Kiosko estilizado de dudosa calidad artística que no da sombra, ni protege de la lluvia, pero que costó una pasta gansa; y ocurre ahora, en 2017, cuando el gobierno municipal del cambio se pone, a propuesta de la asociación vecinal, a racionalizar el apartado lumínico del parque.
El parquecito tiene dos anchos paseos de cemento. Cada uno, solo por un lateral, tiene un banco corrido de hormigón que no invita a poner las posaderas. En esos dos largos bancos (cien metros uno y cincuenta el otro) hay, anclados en su parte interior, noventa y tres potentes focos de luz que alumbran el suelo, calientan los envoltorios de chucherías y las hojas muertas de los árboles. En el bosquecillo situado en una zona protegida por el centro de salud, y que solo los animales de cuatro patas lo frecuentan, hay treinta y seis escuálidas farolas de lámparas fluorescentes colocadas al tresbolillo entre los árboles. De noche, su tenue y fría luz se pierde entre las hojas.
La semana pasada, el ayuntamiento de Pamplona nos comunicó que había desconectado treinta fluorescentes del bosquecillo y que los noventa y tres focos se habían sustituidos por lámparas LED.

Me entran ganas de ir al pueblo de Navarra, cuyo nombre no viene al caso, para saludar al vecino sin campo. Igual ha arrumbado el tractor y ha comprado un híbrido para ahorrar. 

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