sensaciones



En el siglo pasado, cuando había más satélites en la corteza terrestre que en el espacio, salíamos a la calle y decíamos si hacía calor o frío según nos parecía. Nadie se preocupaba de los grados exactos porque, aparte de no tener termómetro a mano, éramos conscientes de que daba lo mismo. Hacía lo que hacía y punto. Cuando asistía a las primeras reuniones de portal, un vecino de la cara norte de la casa siempre se quejaba de frío y pedía más caña y más horas de calefacción. En una de esas, el presidente le dijo que tomase medidas para no perder calor y que no era cosa de ir por casa en chanclas y pantalón corto, como parece ser que iba el quejica. Como se mascaba la tragedia, el administrador decidió pasar a otro punto. En la siguiente reunión el friolero se plantó con todo un cuadro de las temperaturas tomadas en su casa. El administrador le cortó de raíz diciéndole que tururú, que las medidas a las que hizo referencia el presidente en reunión anterior eran del tipo de poner burletes, limpiar la casa cuando no echaban la calefacción y otras más pedestres. Además, los datos había que tomarlos con un termómetro homologado y no por él, sino por un perito titulado. Al friolero recalcitrante se le ocurrió preguntar que quién pagaba eso. Los asistentes nos miramos asustados y acordamos que no hacía falta gastar dinero, que si le dábamos más caña y más horas, el resto de vecinos íbamos a ir en pelotas. Me imaginé a los y las presentes en cueros y no me gustó un pelo. Si la reunión llega a durar unos minutos más, se lía gorda.
Desde hace un tiempo tenemos información puntual de la temperatura en cada lugar y en cada momento. Será que yo no sé traducir las cifras o qué al software de mi cerebro le falta algún algoritmo o puede que no me haya bajado la app correspondiente, pero yo sigo diciendo "hace calor" o "hace frío" aunque quede como un atapuercano de mierda ante el purista de turno que afirma que en la rotonda de San Juan marca 23 grados y en la de Pio XII 21 o dos en la pantalla de su coche y tres en el móvil. Bien es verdad que los datos numéricos me acribillan y tengo que hacer esfuerzos para no dejarme llevar por los mensajes que el Gran Hermano meteorológico lanza para llevarme a la hoguera. Porque de eso se trata, de utilizar los números para dar validez a lo que sea y conducirnos como a borregos. Nos dicen que desde hace cuarenta años, ni uno más ni uno menos, no habíamos tenido un diciembre con una media tan alta, ¿y?; que los equis coma cero dos grados registrados en Vergalijo, a las dos del mediodía y a la sobra de un ciruelo frondoso de veinte años, suponen un incremento del siete por ciento en la radiación mega alfa del sol respecto a Australia y que en las antípodas, hace tiempo, van con burka blanco porque no hay crema solar con protección suficiente. ¿Y qué puedo hacer? Uno, acojonarme y comprar crema de protección porque para cambiar los datos no puedo hacer ni leches, ya están y son los que son; dos, tomar la parte alícuota de culpa que me corresponde, que no sé cuál es, en el cambio climático, comerme el tarro hasta el extremo de ir al juzgado y entregarme como culpable de tener coche y hacer barbacoas de vez en cuando; y tres, rezar. ¿Y si los datos los han obtenido como mi vecino el friolero?
Un día al mes, mi amigo Julen y yo tenemos un encuentro kantiano y peripatético muy necesario para el cuerpo y la mente. Los califico así porque quedamos siempre a la misma hora para pasear por el parque y dialogar caminando con el entusiasmo propio de los que no han sido derrotados del todo. Las preguntas se suceden y nunca arreglamos nada. ¡Ah! y nos comemos un bocata en un bar regentado por una china que, quieras o no, la asociamos a la ORT y al capitalismo chino de hoy. Yendo al encuentro fui tropezando con luminosos de farmacia que marcaban temperaturas cada vez más bajas. Yo, por el contrario, me sentía igual o hasta más caliente. No me extrañó dado que la tarde avanzaba y yo iba caminando a paso ligero. Al poco de encontrarnos le comenté lo que me había pasado y la manía que hay por los datos, la precisión numérica y la disonancia con la realidad personal. Por medio de los avances tecnológicos nos llegan montones de datos, de pequeñas verdades que mucha gente se las toma como la verdad absoluta. Julen, para reforzar mi teoría, consultó el móvil y, no solo me aportó claridad, sino que me reconcilió con la ciencia en estado puro, con la duda. ¡Madre, mía! El móvil añadía el dato de "SENSACIÓN TÉRMICA". ¡Toma Froilán, jarabe con pan! Por fin se da valor a las sensaciones y se confirman mis sospechas de que los datos de temperatura son relativos, por no decir una mierda absoluta. La SENSACIÓN TÉRMICA es a la ciencia lo que la INTELIGENCIA EMOCIONAL es a la consciencia, más o menos. 
Hasta ahora mi actitud de incredulidad permanente era defensiva y protectora (algunos dirían seudocientífica) ante la granizada permanente de datos, pero desde el otro día mi actitud tiene validez científica. Puedo aplicar el criterio científico de "SENSACIÓN POLÍTICA" a todas las marianadas, expresadas en datos numéricos, que suelta M. Rajoy y su mariachi Génova 13. Qué no, Eme Punto, que no me cuentes milongas y cántame el corrido El Alcalde, contra peor, mejor. A los datos de las encuestas les puedo aplicar el de "SENSACIÓN DEMOSCÓPICA" y dejarlas en nada porque no tienen en cuenta las sensaciones, la piel. Si los resultados de las encuestas nunca coinciden, ¿cómo me puedo tomar en serio los trabajos de las empresas demoscópicas?... En suma, si no hay transparencia, no triunfa la ciencia.
Esto de la sensación es sensacional. ¿Por qué tengo que creer en los números? Gora Einstein y su teoría de la relatividad.


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