Bebercio de cercanías

 


La campaña del pequeño comercio, el comercio de cercanía y el consumo de productos kilómetro cero me pilla escéptico premium. Ya lo siento, pero  hace unos años rompí, ellos lo hicieron trizas, el contrato de permanencia con algunos de los comerciantes de mi barrio, de los barrios adjuntos y de los tradicionales de Pamplona. Amén de que a los talleres de barrio los fueran llevando allende las calles, que las tiendas de toda la vida pudieran tener precios XXL o dependientes independientes de  atenderte, la falta de fidelidad de la clientela se debe a que el sistema capitalista es el que es en cualquier circunstancia, incluso cuando las cosas les van mal a los comerciantes. Tenía claro que el del ultramarinos era él y su pela y yo era yo y mi pela.  Me daba igual si el pescatero era vecino o no, lo que hacía que comprase en su establecimiento era lo que me ofrecía y el precio. Mientras que para mi carnicero yo era un cliente, para los otros carniceros era vegetariano, como poco. Cuando mis padres vendieron la mercería, hoy se llamaría taller de costura, mi madre se llevó los cuadernos donde anotaba los fiados. Aún figuraban ventas sin tachar.

Hoy me entero que los comerciantes han aparcado su contrastada enemistad y se han asociado a fin de amortiguar el derrumbe. Son la muñeca más pequeña de la matrioshka formada por los supermercados, los hipermercados, los megacentros y el galáctico on-line. Teniendo en cuenta que los nuevo barrios como Buztintxuri o Ardoi  no tienen bajeras en los edificios residenciales y que para llegar a la mini "zona comercial de bares" superas con creces el kilómetro cero rodeando amplios jardines interiores, soleadas calles desiertas a la vez que te aseguras de llevar el móvil cargado por si tienes que pedir ayuda, no sé, amigo tendero, la solución es el coche. Considerando que el mercadillo de Landaben brota en domingo, que hay fruterías abiertas todos los días de la semana, que las gasolineras tienen tienda o que los bares y restaurante abren en Noche Buena y Navidad, el emprendedor de turno ya puede poner las barbas a remojar (en mi barrio contabilizo dieciocho peluquerías-barberías-estilistas).

Entiendo su tragedia pero no me termina de enganchar el razonamiento por el cual tengo que comprar cerca para salvar el barrio. Ya lo hago, compro lo que puedo comprar y no consigo que levanten la persiana, ni tampoco puedo sacar del cajero automático cercano porque ya no existe. Entre andar y el coche prefiero la zapatilla.

Los críos ya no hacen chipichapas en el río, en las aceras no hay carreteras de tiza para chapas, la rayuela se borró con la lluvia catódica, los campos de futbol improvisados fueron socavados por la federación, en las paredes de las casas no se apoya la madre, las cuatro esquinas tienen bancos, el inque rebota en el cemento, jugar al gua en la hierba es imposible, las canicas no suenan en los bolsillos. La vida que da vida al barrio es la vida que ni se compra ni se vende.

El grito por el comercio de cercanías se lo oigo estos días, terminado el plazo de matrícula, a  personas que no llevaron o no llevan a sus retoños a la escuela del barrio. Autobuses de transporte escolar recogen a los críos y los llevan a casa dios. La misma gente que aplaude al Ayuntamiento porque ha destruido un campo de juego libre para hacer un bulevar, le critica su inacción con el bombardeado comercio local.

La escuela y el ikastetxe se vacían y el barrio no pone las barbas a remojar.


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