Endatados
Salgo con mi madre a pasear, aunque ella dice que la saco a pasear. No le gusta mucho que le vean en silla de ruedas porque le encasillan. La gente le habla como si estuviese sorda, se agachan para saludarle cual a criatura en cochecito sin capota y comentan sobre lo guapa que está. Cuando se dirigen a mí bajan el tono de voz y hablan sobre asuntos no ajustados a protocolo.
Esperando a que el semáforo dejase los números rojos, una pareja de señores de pelo blanco confronta datos.
—Yo suelo estar entre trece ocho o doce siete.
—Eso con pastilla, ¿no?
—Sí, claro.
—Yo no tomo nada y ando por un estilo. Me la miro todos los días antes de cenar. El aparatico me lo regaló la hija.
—Pues yo tengo dos aparatos. El primero que me compré lo tengo en el pueblo.
Ya al otro lado de la avenida y alejados de la pareja, mi madre me aclara que ella suele dar doce siete y que le toman la tensión todos los días.
Al cabo de un buen rato suena mi reloj. En la pantalla leo que he conseguido 92 PAI, 17.000 pasos y un ritmo cardíaco de 70 ppm. Mi madre me pregunta que qué pasa. Muevo la muñeca delante de ella, se enciende la pantalla y le leo los datos.
— ¿Y eso es mucho o poco? ¿Es bueno o malo?
—Pues no lo sé, mamá —le contesto a la vez que empujo la silla.
En la calle estafeta nos atascamos con un grupo de turistas delante de la Casa del Libro.
— ¿Qué son esos números que hay encima de la puerta?
— Son los días, las horas, los minutos y los segundos que faltan para San Fermín.
— ¡Claro! Ya lo pone en el bar ese —dice señalando el YA FALTA MENOS del toldo.
Seguimos Estafeta arriba y al llegar a la altura del SANFERFOOD.COM suelta: ¡otro como el de antes! Le aclaro que este reloj, a diferencia del anterior, cuenta hacia adelante.
Nos paramos frente a la puerta del callejón de la plaza porque le llama la atención que estuviese abierta.
—Se abre para visitarla. Pagas, no sé cuánto, y te la enseñan.
— ¿Y va gente? Bueno, claro, de fuera, como en la catedral. El turismo da dinero. Y que vayan muchos para que la Casa de Misericordia se recupere —dice entusiasmada.
Debajo de la cruz verde de una farmacia se alternan los treinta y cinco grados y las doce cuarenta. En el escaparate animan a vigilar el colesterol.
— ¡Mira! En eso del colesterol voy como nunca. Doscientos veinte en el último análisis. En lo que no voy bien es en lo del oxígeno. Suelo andar por los noventa y cuatro o los noventa y cinco, pero noto si voy bien o no cuando hablo. A la noche me ponen la máquina esa que mete un ruido de mil demonios.
—Pero ya te has acostumbrado, ¿no?
— ¡Bueno! No me queda otra.
Esperando a que el semáforo verdeara, en la puerta de la Casa de Misericordia, me señala el grupo que hay al principio del jardín.
—La del vestido de flores cumplió noventa y dos el otro día, pero como camina con taca-taca no los aparenta. La pena es que ve poco y no oye nada. Vive en mi misma planta.
—Tú vas a por lo noventa y cinco y ...
—Pero la pinta es la pinta.
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