A vista de silla
Salimos con la idea de dar un paseo sin rumbo, sin más. En el camino adoquinado que conduce a La Ciudadela se quejó de que las ruedas no iban bien. No le hice mucho caso porque en suelos no muy lisos el traqueteo suele dar la sensación de que la silla se va a descoyuntar. Al llegar al puente de madera nos tuvimos que parar porque unos turistas se arremolinaban, dentro del túnel, a la sombra, en torno a su guía. Aprovechando la coyuntura miré las ruedas y en verdad que estaban un poco bajas. La guía les hablaba en inglés y como yo no había salido de casa con el chip británico puesto, me limité a carraspear a la vez que empujaba la desinflada silla. Ríete del efecto de la vara de Moisés en la orilla del Mar Rojo. The waters opened en un instante. Ya pueden añadir al lenguaje internacional de las señales de tráfico el de señora en silla de ruedas. Cuando terminamos de cruzar aquellos muros laterales de pieles blancas, gorros diversos y paraguas absurdos, se volvieron a juntar.
—Son peregrinos.
—¿Peregrinos?
—Con playeras o sandalias, todos llevan calcetines. Los gorros, los paraguas... ¿Por qué llevan paraguas un día como hoy si no son peregrinos?
—Mamá. Yo creo que son turistas de hotel y autobús. Además, estos parecen un poco mayores.
—¿Y? Yo también era mayor y lo hice. Las últimas etapas, con calor, me puse sandalias con calcetines y ni una ampolla.
—¿Y con paraguas?
—¡Qué bobada! A mí no me hacía falta, pero a los extranjeros, tan pálidos, por aquellos campos de Castilla, ¡madre mía! Más de uno lo llevaba porque caía el sol a plomo. Y si no, de bastón. Un paraguas siempre viene bien.
Como las salas de exposiciones seguían igual que la semana anterior (es alucinante que el Pabellón de Mixtos no esté habilitado para acceder en silla de ruedas) decidí ir derecho a Mundoraintxe, en la calle Nueva.
Al llegar al semáforo de Padre Moret con General Chinchilla mi madre no escatimó alabanzas para el edificio que desde dos mil nueve es la Escuela de Música de Pamplona. Me recordó que el mobiliario del comedor del pueblo lo compraron a una señora que vivía en ese portal. Yo le conté que dibujé esa casa y la de la Mancomunidad, entonces eran pisos, en folios reciclados del ejército, cuando hice la mili en un despacho del Gobierno Militar.
—¿Y ese monstruo de la policía? ¡Madre mía! ¿Cómo se permitió hacer eso?
—El que manda, manda. Lo construyeron por los ochenta.
—¿Y esto qué es? —dijo señalando el edificio situado frente a la Jefatura Superior de Policía.
—La Cámara de Comercio. Antes fue un colegio de monjas.
—Mira que es feo. No pega con la casica baja esa. ¿Y dices que esto fue un colegio de monjas? Las Reparadoras, ¿no?
—No. Las Reparadoras están detrás. Si este pegote te parece feo, no veas el otro. Aquí estaban las de la Inmaculada Concepción.
Pasamos al otro lado de Navas de Tolosa y nos quedamos mirando el edificio del arquitecto Florencio de Ansoleaga.
—Ya me acuerdo. Eran unas monjas que iban de azul claro. Cosí unas batas para unas que vivían en la calle Errotazar; pero no sabía que estaba aquí. No parece un colegio.
Le gustó la reforma de la casa pegada al consulado de Italia y le pareció estupendo que pudiésemos inflar las ruedas con la bomba que tienen en la calle los de Mundoraintxe. Más tranquila por el arreglo en el pit line, nos dirigimos a la calle Mayor por el paseo del Dr. Arazuri.
—¿Qué están haciendo aquí? —pregunta señalando las casetas prefabricadas que rodean el monumento a la Inmaculada.
—La sede de la Mancomunidad de la Comarca de Pamplona.
—¡Anda! Este era el convento de las Salesas. Eran de clausura. Se entraba por San Francisco. Ahora nadie se mete monja. Cuando yo era cría a muchas las metían para que llevasen una vida mejor, tomar estudios, aprender a coser, no sé... Eso sí, con mucha fe. Aunque también conozco a una que tomó la decisión, ya moza, para evitar quedarse cuidando a toda su familia o a la de un soso que sus padres le iban preparando para marido. Ya sabían los futuros suegros que se iban a llevar una joya, ¡ya!, pero se quedaron compuestos y sin novia. Las que conocí fueron sin dote y se mataron trabajando. ¿Y esto lo han vendido?
—Supongo. Ahora te digo... No sale la cantidad, pero la obra de reformas va a costar trece millones y pico de euros. En pesetas, que siempre preguntas... dos mil millones y pico.
—¡Madre mía! Sin contar lo que pagaron para comprarlo. ¿Y no había por ahí un terreno limpio? Es la fachada más fea de toda la calle.
—No les dejarán. Estará protegido. Es de Ansoleaga, del mismo que el edificio pequeño de la Cámara de Comercio.
—Pues en este se lució.
Cuando llegamos a Recoletas nos paramos para ver la bronca a grito pelado que tenían unas mujeres un tanto cargadas de razones y alcohol.
—Una pena. Si fueran hombres darían miedo; estas dan pena, pobrecicas. ¿Ves el convento de Las Recoletas? También están para poco. Según me dijeron quedan dos o tres, muy mayores, que las van a llevar a Vitoria. Cosían y bordaban de maravilla. En más de una ocasión traje algún vestido para remendar. ¿Este convento también estará protegido? ¿Y qué se puede poner ahí? No sé si hay muchos organismos oficiales para instalarse. Y con la de terreno que ocupa pedirán un dineral.
—Recuerdo que me mandaste con la chaqueta de un traje que tenía un siete de mil demonios a la altura del bolsillo y la dejaron perfecta. La verdad es que tenemos un problema con tanto edificio religioso si no se pueden tirar. ¿Quién lo compra? Tendrían que replantearse la normativa y fijar precios bajos.
En la calle Mayor me señaló el palacio Ezpeleta.
—Mira este caserón. Aquí estaban las Teresianas. No sé a dónde fueron.
—A Ermitagaña.
—Las monjas que tienen colegios se salvan. Bueno, ellas no, la institución. Venden y compran en otro sitio, no sé por qué no siguen donde están.
—¿Para las monja o los frailes no es rentable y para las administraciones sí? ¡Venga ya!
—Las de clausura desaparecen y ya está, no necesitan construir otro edificio. La falta de vocaciones es un problema interno que no tiene solución y que es la ruina de los conventos. Un convento es como una casa: se descompone la familia, por lo que sea, se vacía la casa, se cae el tejado y se acabó.
—Y para que no se arruine lo compra el Gobierno o el Ayuntamiento y nos arruinamos nosotros.
—¿Cuánto habrán pagado por este palacio?
—Este ha salido muy caro. Por este, según dice aquí —le señalo el teléfono— tres millones y medio y un alquiler anual... en fin, lo de siempre. Un poco más que por la reforma de las Salesas, dos mil y pico millones de pesetas. Y a eso hay que añadir otros tantos por la reforma. No sé, igual estos datos no son del todo ciertos, pero se podía hacer un estudio del pasado, presente y futuro de este mercado inmobiliario.
—¿Y aquí, ahora, qué hay?
—Lo gestiona el Gobierno de Navarra. Creo que tienen que hacer más reformas.
Enfilamos la calle Curia haciendo eses para suavizar la cuesta a la par que voy pidiendo paso. Empujando una silla de ruedas es como el Angliru. En el cruce con la calle Compañía había una camioneta y nos paramos.
—Esta era la iglesia de Jesús y María y ahora un albergue de peregrinos —le digo.
—Lo sé, lo sé. No tenía parroquianos. Se la quedó el Ayuntamiento.
—A cambio de un solar bien majo en San Jorge. ¿Sabes ese edificio tan feo, todo hormigón, que decías que no parecía una iglesia? Pues por ese terreno de la parroquia.
En la Plaza San José, cerca de la fuente, se muestra preocupada por los dos conventos que están enfrente: el de las Carmelitas y el de las Siervas de María.
—Con lo que fueron y mira ahora, no quedará ni una. La tía monja era Carmelita, pero en el convento de Echavacoiz. ¡Mira!, lo han vendido y se han ido a Olza, cerca de una residencia del Opus, a unos terrenos del Marqués de la Real Defensa. Desde luego, ya hay conventos de monjas, ya; de frailes, menos. Las del barrio, las Agustinas, ¿te acuerdas?, se fueron a la vuelta de Aranzadi y ahora el Ayuntamiento no sabe qué hacer con el edificio. Mira que es bonito y nuevo, pero ya está arruinao. En el viejo pusieron la biblioteca y la parroquia de la Virgen del Río.
—Ahora que dices de las del barrio, vamos a verlo desde el mirador.
—¿De qué mirador?
—Desde el que está ahí —le digo conduciendo la silla hacia el baluarte del Redín.
Cuando entramos en esa especie de terraza que da al Portal de Francia se agarró a las ruedas.
—Es, es increíble. Solo distingo Ansoain, San Cristobal. ¡Échame para atrás que me da mucho miedo!
—¡A ver, mamá! ¿Me dices en serio? ¿Nunca has estado aquí?
—Nunca. ¿A qué iba a venir? Una vez te traje a la plaza San José para que vieras los curriños, pero por lo demás, ¿para qué?
A pesar de que el arbolado dificultaba la visión clara del barrio San Pedro y de la calle Errotazar en su conjunto, le fui describiendo todo. Poco a poco iba tomando conciencia de las cosas y pasó a ser ella la que ampliaba la explicación. Cuando me indicó el lienzo de la muralla en el que se estampó mi tío Faustino bajando el Portal de Francia y le confirmé que, efectivamente, se la pegó allí, casi salta de entusiasmo.
Mientras frenaba bajando la cuesta del Redín no dejaba de darle vueltas a lo dicho por mi madre. Como los primeros días, después de la pandemia y de la rotura de la cadera no su ubicaba, pensé que la teoría de la relatividad de Einstein se había hecho carne. Yo lo atribuía al tiempo de aislamiento en el que ella se había quedado quieta mientras el mundo seguía dando vueltas; sin embargo, fui descubriendo que no todo era por eso, también era porque la Pamplona que vivió mi madre la vivió como mujer, esposa y trabajadora. Ni paseó, ni fue al cine, ni salió a tomar un café. Estaba ocupada, como mi padre, que tampoco iba a los bares del barrio. Por eso se asombra cuando nos detenemos a curiosear espacios o edificios que pasaron inadvertidos cuando ella iba a hacer recados a todo meter. Y si le añadimos que ahora, por ir en silla de ruedas, su punto de visión ha bajado unos setenta centímetros, las novedades se amontonan. Salvando las diferencias de conocimiento de Pamplona debidas a la edad, la madre del cordero está en que nunca habíamos paseado juntos por Pamplona. Nunca nos habíamos sentado en un banco para ver el mundo pasar, nunca habíamos caminado para ver el mundo quieto, nunca habíamos detenido el tiempo para perderlo.
¡Sí! Perder el tiempo era para mi madre todo lo que le desviaba de sus trabajos o todo lo que no fuese tener la mente ocupada. Mi madre no sabía estar mano sobre mano. La vez que nos reunimos en casa para aprobar la compra de un televisor decidimos que no, que nos distraería (mi madre dice que fui yo el que se empeño en no comprar). Al tiempo compramos porque ya todo el mundo tenía, en el sesenta y ocho, pero no había manera de verla sin más, en nuestra casa también se cosía. La distribución del piso y las horas de sueño de mi padre hacían difícil ponerla sin molestar. La tele obliga a estar pendiente de ella; la radio, sin embargo, es otra cosa. La radio es, según mi madre, como la alumna que leía episodios del Quijote mientras el resto de la clase hacía labores.
En lugar de subir por Barquilleros, que sigue como hace años, nos fuimos por el paseo de la muralla hasta salir por la calleja abierta entre el Archivo y las Adoratrices. Durante el recorrido de la muralla no paró de alabar la obra realizada. Íbamos a entrar en el Archivo con la intención de ver la exposición "Guerra. Vivir la violencia y los conflictos en la Navarra de 1521" pero, como estábamos faltos de tiempo, nos quedamos admirando el continente en lugar del contenido.
—Ahí —le digo señalando el hotel Pamplona Catedral— estaban las Adoratrices, ¿te acuerdas?
—No me voy a acordar. Por lo menos este no nos ha costado dinero. Yo solía ir a vender corderos al mercado. Los vendía enseguida. Si era uno lo traía en bici y si eran más en caballería. La caballería la dejaba en la calle del Carmen, en una cuadra de una señora que nos cobraba un tanto, cerca de la calle Dos de Mayo, y pasaba por aquí. Bueno, a veces, para no pasar delante de los soldaos, iba por detrás, por ahí —dice señalando la capilla de San Fermín de Aldapa—. Ahí estaban, no sé si ahora seguirán viviendo, los... era una comunidad muy poco nombrada. Mira en el cacharro ese.
—Ya estoy mirando... Claretianos. Creo, según tengo entendido, que el Ayuntamiento les vendió la capilla y los alrededores. Algún día lo recompraremos más caro.
Bajando por Dos de Mayo, en el encuentro con la calle del Mercado y la curva para entrar en la Mañueta, noté que se inquietaba.
—Esto está muy cambiao. Espera, espera. Ahí estaba Mater. Esa calle para abajo no estaba. Había un muro que tenía una fuente con dos caños, pero era mejor no ir porque siempre había soldaos. Entre el hospital militar, que está detrás de los Dominicos, el cuartel del gobernador, los frailes, las monjas y una cosa y otra, esto estaba llenos de uniformes y hábitos.
—El hospital Militar, en el que le salvaron a Faustino, ahora es el Departamento de Educación. ¿Las de Mater eran monjas?
—No sé, no lo tengo claro. Creo que el edificio era municipal. Es que yo no fui. Tu tía María sí. Posiblemente fueran monjas, no sé, era Mater Amabilis.
—¿Venías sola a vender?
—Sí, claro. Tampoco Maquirriain está tan lejos. Si cuando era una cría solía ir andando dos veces por semana a la panadería de Capuchinos... con diecinueve o veinte años... y en bicicleta, encantada, era una aventura. Iba por Oricain. La cuesta desde el puente de San Pedro hasta la calle del Carmen se me hacía muy dura. Con la caballería iba como para ir a Capuchinos, por el paso de Ezcaba, donde el polvorín. Allí también había soldaos y algún susto ya me dieron.
De vuelta para la Meca la conversación tomó derroteros ciclistas.
Hola Juanjo. Soy Mariaje, la mujer de Javier Rey. Disfruto leyendo tus relatos. Me ha recordado los paseos que daba Javier con su madre, que también desconocía lugares de Pamplona por falta de tiempo para recorrerlos.
ResponderEliminarUn saludo cariñoso y otro para tu madre.
Hola, Mariaje. Ya sé que Javier era tu marido. Me alegro de que disfrutes con mis relatos y te recuerde a Javier. Eso, mara mí, es un orgullo. Le saludaré a mi madre de tu parte, la esposa de Javier Rey. De él me ha oído hablar desde que éramos compañeros de clase y la tuve al tanto de su enfermedad. Un abrazo.
ResponderEliminarA través del relato de Floren se pueden vislumbrar dos Pamplonas en una...Musuak.
ResponderEliminarDesarrolla lo de las dos Pamplonas. La de antes y ahora. Eclesiástica y militar. La pública privada. Me interesa. Mi vivencias y las de mi madre por separado que confluyen?
ResponderEliminar