Chupinazo gota a gota

 


—El caso es que me suena tu cara, pero no sé de qué —le suelta una mujer a la otra que va a su par.

Nado en un torrente rojo y blanco con un larguísimo mingitorio  en la margen izquierda. Deduzco que mean porque nos dan la espalda, tienen las manos ocupadas y miran al suelo. Llueve lo suficiente como para que el aire no se llene de ese aroma tan propio de los sanfermines.  A pesar de haber nacido y criado en un barrio a la orilla del Arga no sé nada de estas fiestas universales y soy incapaz de afirma o negar las definiciones que de ellas hacen los ortodoxos sanferminófilos. No me atrevo a denostar el presente en pro de un falso y cojonudo pasado, como lo hace un orondo PTV que me empuja  como si estuviéramos en los autos de choque. Es un pesado que cuando deja de sonar la batucada que nos arrastra y los gritos y aplausos callan,  él protesta porque las charangas han sido sustituidas por los blocos.  Las boyas que flotan a su lado son de la misma opinión.

Entramos en un remolino que nos manda a contra corriente por el afluente que baja de la catedral. Como los de la batucada están repostando, nosotros podemos  hablar sin gritar. La alegría dura poco en casa del pobre y la batucada irrumpe con bríos renovados  al inicio de Calderería. La verdad es que meten tanto ritmo en el cuerpo  que hasta los gaiteros que descansan en Curia menean el cuerpo.

Ya no llueve. No me había dado cuenta. Me quito el chubasquero rojo y lo meto en una mochila roja de la CAN. Un conocido me llena de cava el vaso de plástico duro que he traído de casa.  No he bebido ni la mitad y ya me están invitando a ir a Navarreria por la parte de arriba. Es más fluido, no hay tanta gente. Tienen razón. Nos atascamos en la presa que se ha montado en torno a la fuente y aprovechamos para volver a llenar el depósito y meterle al cuerpo algo sólido. Por Aldapa, la riada nos lleva hasta Casa Marceliano. Limpio el vaso en un grifo que hay en la plaza del Mercado porque creo que lo que estoy bebiendo es una pócima tibia. Recargo con una cervecica fría maravillosa.  Las figuras que están a los lados del portalón de los Dominicos  me parecen tan horribles como las de la fachada del ayuntamiento. Las proporciones corporales hacen cagar. El Ángel del Apocalipsis, San Vicente Ferrer, no me acojona, me da pena, penita pena y le hago un brindis por lo que pueda suceder. En San Fermín nunca se sabe.

Subimos la cascada que se desploma desde la iglesia de San Cernin hasta la cuesta de Santo Domingo con dificultad,  ya que la orilla derecha  de la calle Mayor está abarrotada de gente viendo y escuchando  a la banda del Titanic, la Pamplonesa.  A los pocos metros, era de esperar, chocó con un iceberg.

Sé que seguimos llenando el depósito, pero no tengo claro ni  el orden ni los puertos donde fondeamos. Solo tengo claro que bajamos a casa, cerca del Arga, nadando en felicidad y sin remar.

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