No entiendo ni papa
Cada día se me hace más difícil ir a la compra. Y si cambio de tienda ya no te quiero ni contar. Los supermercados se convierten en zona hostil y los hiper son la mundial. Comprar unas patatas o un simple jabón de lavadora es como realizar un test de inteligencia. Hay momentos en los que miro a todos los lados para cerciorarme de que no hay nadie tomando nota sobre mi elección. De diez opciones una es la verdadera. Las marcas son un mundo, pero los productos de cada una de ellas son una galaxia. Patatas viejas, jóvenes. para freír, para guisar, blancas, oscuras, rojas, redonditas, en bolsas de tres o cinco kilos, a granel... ¿Qué cojo si mis armarios son pequeños, como poco en casa y me he educado en una familia obrera, eh? ¿No pueden vender patatas normales, para todo? Unas todo terreno que no se conviertan en alienígenas a la semana de dormir en el cajón.
Gran parte de la culpa de este caos la tienen las cadenas de televisión. Todas tienen un cocinero que promete enseñar a cocinar sin falta de grandes recursos y al final, cuando aparece la receta, siempre te falta algún ingrediente. Pues tengo que ir a comprarlo para que me salga igual, no vaya a ser que mis invitados hayan visto el mismo programa y quede como el tonto del cazo. Con el apunte te plantas en el súper y terminas comprando, después de escurrirte el cerebro, mil pizcas más de lo que necesitas. Era sólo una cucharadita, una hoja, un chorrito, un puntito sin coma; da igual, la caja o el tarro irá al país de las especias que forman el fondo de armario de una cocina moderna.
Miro y remiro. Me coloco las gafas compensatorias de longitud de brazo, me está menguando con la edad, para interpretar el texto pegado a la malla del humilde tubérculo. Como pesa lo suyo sólo lo puedo leer una vez y no se me queda nada. Dejo el ítem sin contestar, aunque estoy a punto de llamarle a Sara para que me ayude. Sigo paseando mi incultura por el laberinto y cuando llego a los congelados me quedo ídem: hay patatas para todos los gustos.
Terminé comprando todo lo que tenía apuntado y más.
Tengo que consultar a mi filósofo de cabecera, Julen, para que me oriente en mi filosofía patatera.
Gran parte de la culpa de este caos la tienen las cadenas de televisión. Todas tienen un cocinero que promete enseñar a cocinar sin falta de grandes recursos y al final, cuando aparece la receta, siempre te falta algún ingrediente. Pues tengo que ir a comprarlo para que me salga igual, no vaya a ser que mis invitados hayan visto el mismo programa y quede como el tonto del cazo. Con el apunte te plantas en el súper y terminas comprando, después de escurrirte el cerebro, mil pizcas más de lo que necesitas. Era sólo una cucharadita, una hoja, un chorrito, un puntito sin coma; da igual, la caja o el tarro irá al país de las especias que forman el fondo de armario de una cocina moderna.
Miro y remiro. Me coloco las gafas compensatorias de longitud de brazo, me está menguando con la edad, para interpretar el texto pegado a la malla del humilde tubérculo. Como pesa lo suyo sólo lo puedo leer una vez y no se me queda nada. Dejo el ítem sin contestar, aunque estoy a punto de llamarle a Sara para que me ayude. Sigo paseando mi incultura por el laberinto y cuando llego a los congelados me quedo ídem: hay patatas para todos los gustos.
Terminé comprando todo lo que tenía apuntado y más.
Tengo que consultar a mi filósofo de cabecera, Julen, para que me oriente en mi filosofía patatera.
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