De Chachapoyas a Kuelap



El nombrecito de la ciudad, situada en un altiplano a una altitud de 2.334 ms. en la cuenca del Utcubamba, debe su origen al vocablo en lengua chacha “sachapuyos” que significa “hombres de la neblina”. Y la verdad es que la neblina cubre los montes que rodean la ciudad. Hay quien sostiene que “sachapuyo” es quechua y que traducida al castellano viene a decir “hombre de las nubes”. En pocas palabras, Chachapoyas está en casa Dios, bien alta. Nosotros estábamos al tanto de que hacía frío e íbamos quechuas de botas a gorro y de dentro a fuera en sus distintas versiones de calcetines, térmica, forro y chubasquero. Yo siempre me he considerado un quechua al conocer el precio y el servicio de la marca. Lo que no sabía es que desde mi más tierna infancia era un chachapoya de tomo y lomo: “Estás en las nubes” me decía Don Jacinto, maestro sabio y cordial para los tiempos que corrían.

La ciudad está bien conservada. Mantiene una plaza y calles adyacentes de estilo colonial con mucha armonía. No se ven coloridos carteles publicitarios colgando por las paredes. Los letreros son de metal o madera de un color marrón oscuro, casi negro, el mismo que las puertas y ventanas de las casas. Pasear por sus calles y comer en sus restaurantes es una gozada porque se respira un ambiente mezcla de historia y modernidad no comercial. Puedes comer en un coqueto local del XVIII una comida autóctona con detalles en presentación y servicio que al ojo se lo vieran en los mejores restaurantes de Pamplona.

A parte de conocer el pueblo, nuestra intención era visitar sus alrededores y, en concreto, una fortaleza, Kuelap, construida entre el 900 y 1000 que albergaba 420 casas circulares en la que vivian una 3.500 personas. Kuelap se encuentra a 32 km de Chachapoyas y a una altitud de 3.080 ms. Como de matemáticas no voy mal (Don Jacinto nos daba mucha caña) pensé que teníamos que subir, suavecito, uno desnivel de unos 750 ms. Al no tener días suficientes optamos por contratar, por medio de una agencia, una visita guiada en un busito Hiundaipoyas. A las siete y media salimos con la idea, creíamos tener tiempo suficiente, de visitar la catarata de Gocta, la tercera más alta del mundo según los lugareños. Ya, ya. En Perú todo está cerca en el mapa, pero lejos en el tiempo. Con lo cual, tira para Kuelap y que le den morcilla a la catarata.

Yo no sabía que Chachapoyas es fin de camino rodado y que se entra y se sale por la misma carretera. Yo creía, ingenuo de mí, que íbamos a arrancar para arriba. Ja, ja (ya he dicho que soy Chachapoyas total). Bajamos hasta el Utcubamba y serpenteamos por un camino hasta llegar a El Tingo (pueblo del que queda poco porque fue arrasado por el rio no hace mucho) y tras un fuerte ascenso llegamos a la loma donde está NuevoTingo. El Tingo lo construyeron los españoles y, como también pasa con los ingenieros de ahora, no tenían ni repajolera idea de que ese río era del nuevo mundo, no como los de su tierra. Suelen tener sus crecidas más o menos fuertes cada cierto tiempo. Alonso de Alvarado y sus descendiente pensaron que los chachapoyas eran gilipollas por su manía de vivir en lo más alto de los montes y lejos de los ríos. Los invasores cristianos fueron mal viviendo con inundaciones y enfermedades atribuidas a los vientos envenenados, al agua del rio, al pecado y al cambio climático. Poco a poco El Tingo fue creciendo y creciendo. Nos les parecía bien crecer hacia arriba, hacia la loma, y fueron creciendo hacia abajo, hacia el río. El Utcubumba no quiso cambiar su cauce y, de la noche a la mañana, después de llevar un tiempo seco, decidió mandar hasta el Marañón a los gilipollas de El Tingo. Fuera de coñas, la naturaleza peruana tiene cualidades humanas y mucha personalidad.

Nuevo Tingo es el principio del fin. A partir de allí, salvo algún caserío a modo de venta al pie del camino, la nada se convierte en todo. El camino serpentea entre el abismo de la izquierda y la ladera pelada de la derecha. Es una tontada, pero la no existencia de vegetación acrecienta la sensación de vacío. Unos árboles al borde del camino no te permiten ver el precipicio y además te dan la falsa seguridad de que te pararán y no caerás hasta abajo. Según el chofer, no circulan coches en las dos direcciones porque los único chalaos somos los turistas, que llegamos por la mañana y regresamos por la tarde. A nadie se le ocurre hacerlo al revés. Pasar la noche en el alto es una chorrada propia de poetas o parapsicólogos. Sin embargo, los lugareños, para acceder a sus campos o para pastorear, lo hacen en burro o en bici. Menudas bicis. Por cierto, solo van montados cuando suben. Tres niños que viven en un caserío se pegan tres horas para ir a la escuela y unas cuatro para volver. Toma transporte escolar. Si hace malo se quedan a dormir en la escuela.

Cuando bajé del autobús me sentía como un egipcio mirando a la derecha. Durante una media hora de caminata hasta la fortaleza fui de lado, el soroche también cuenta, y me enderecé cuando viendo el enorme y desnudo valle me percaté de la existencia de una línea quebrada muy clara: el camino por donde habíamos subido. Una vez en la fortaleza, y en su torre más alta, me tumbé para sentir el peso de mi cuerpo, la presencia de la tierra y alejarme de lo aéreo, de las nubes, del precipicio.

La fortaleza es una pasada. La pena es que no hay presupuesto para continuar con las excavaciones y restaurar algunos de los edificios más significativos. Me trasladé a la grandeza y sabiduría de las culturas precolombinas donde el sol, el cóndor y la serpiente encarnaban a los dioses.

A la bajada se sumaron a nuestra expedición una pareja que había subido muy temprano. Ella tenía rasgos nativos muy finos y por su forma de vestir y de dirigirse a nosotros se apreciaba cierto estatus cultural. Él era un señor mayor de facciones europeas, muy blanco, y con ese don que sólo tienen los sabios. Fue una gozada escucharle. Era, espero que siga siendo, el arqueólogo y antropólogo Arturo Ruiz Estrada. El Doctor Ruiz, como le llamaba el guía, conoce la cultura precolombina como nadie. Sus estudios sobre la cultura chachapoya son extraordinarios. Oírle hablar, con una sencillez relajada, de sus años mozos investigando por aquellos lares sobre el pasado desconocido para los propios lugareños y para el mundo en general, resultó impagable. Ojalá hubiese durado más el descenso. Yo me coloqué casualmente a su derecha y tuve la suerte de dar la espalda al abismo y no coscarme de mi lugar en el espacio. Cuando me bajé en Chachapoyas estuve un rato caminando como un egipcio mirando a la izquierda.

Ya sé que los egipcios caminaban y caminan como nosotros, en 3D, pero yo soy de la vieja escuela y me veo a mi mismo en un solo plano.

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