Belén de Iquitos



  Gema, Zarra, Sara y yo nos fuimos por la mañana a visitar, con tranquilidad y pausa, el Barrio de Belén y su mercado. El día anterior, al atardecer, después de hacer una excursión a la selva con Toñi y Adriana en un pequeño peque-peque cubierto, le pedimos al barquero que nos llevase por el río a Belén. Nos puso muy mala cara y se mostró contrario a ir porque, según él, no íbamos a ver nada y además resultaba muy peligroso. Le insistimos y aceptó con la condición de que no sacásemos fotos con flas porque se iba a ver el reflejo y nos podíamos convertir en un botín. Según nos íbamos introduciendo por el brazo del río Itaya el piloto fue desacelerando hasta que el motor apenas se oía. Sacó un pequeño remo y con golpes suaves sobre el agua, tanto a babor como a estribor, nos fuimos deslizando con soltura. El sol casi apagado se reflejaba en los cristales del único edificio de cemento: la iglesia. En unos minutos oscureció y se confundían las casas, el río y los montones de madera. A Belén sólo le iluminaban las estrellas del cielo y alguna que otra luz irregular y mortecina. Con una mezcla de tristeza y angustia dimos media vuelta y nos alejamos con el motor a todo gas.

El Mercado Belén, como tal, es un edificio azul que dentro tiene puestos, más o menos ordenados, de carnes, pescados y una amplísima variedad de productos procedentes de la región selvática del Amazonas. Pero el mercado va más allá del edifico. Se extiende por unas cuantas calles adyacentes en las que a los locales comerciales se le suman dos o tres filas de puestos abigarrados a lo largo de las mismas en un caos ordenado por la lógica de la supervivencia. Un muchacho baldea, con un agua oscura, el suelo para que corra la sangre y los desperdicios de unos animales semejantes a ratas. En el puesto de al lado, una muchacha nos anima a comprarle sujetadores y tangas que invitan, según ella, al amor. Los puestos donde se cocinan caldos, sopas, carnes o pescados te rasgan la pituitaria desde lejos. Cuando te acercas aguantas la respiración y pasas mirando al suelo porque los clientes tiran sobras y envases por lo que es muy recomendable ir con buen calzado. Los puestos de artesanía para turistas y remedios caseros se amontonan en las calles más concurridas. Los aleros de las casas y los postes de madera que sujetan ovillos descomunales de cables están plagados de zopilotes bien alimentados. Cuando la actividad mercantil disminuye bajan al suelo a picotear sin inmutarse por nuestra presencia.

Repasado el mercado, sin comprar nada, decidimos dejar Belén Alto y descender al Belén más admirado, al que se ha venido en llamar “La Venecia Amazónica”, el que vimos el día anterior al atardecer desde una barca.

Las casas están a contra terreno en terrazas unidas por escaleras muy picas. En los rellanos abundaban los comerciantes artesanos que tienen su taller al aire libre y, en buen número, las peluquerías. Éstas son muy sencillas porque solo necesitan una silla y un espejo colgado de la pared. Un peluquero se ofreció insistentemente a cortarme el pelo, pero cuando me quité el sombrero se echó a reír y levantó el pulgar para aprobar mi negativa. A medida que descendíamos algunas personas nos hacían señas de que cuidásemos las cámaras y las carteras porque entrábamos en zona peligrosa. Al llegar a la parte baja se nos planteó la duda de si seguir un tramo hasta llegar a una plaza muy concurrida que se veía al fondo o volver por donde habíamos venido. Cuando estábamos en esas, se nos acercó un muchacho joven con aspecto aseado que nos aconsejó no seguir solos. Entablamos conversación con él y se ofreció a llevarnos por su barrio. Convenimos el precio, 30 soles, y nos adentramos en un mundo de dignidad dentro de la miseria. Carlos, que así se llamaba el muchacho, nos invitó a que fuésemos junto a él, que no nos separásemos mucho porque igual pensaban que íbamos solos y nos podían asaltar. También nos sugirió que sacásemos fotos discretamente para no molestar al personal. Sabía perfectamente que íbamos a pasar por un escenario del que podíamos sacar miles de instantáneas a la vez que íbamos a ser observados por personas que viven en condiciones lamentables. Caminamos cuesta abajo y a medida que lo hacíamos iba desapareciendo la zona limpia y seca e íbamos entrando en la parte húmeda y depauperada de Belén. El nombre de “La Venecia Amazónica” es caricaturesco. Las casas son palafitos destartalados, de maderas oscuras o balsas de troncos atadas unas a otras y amarradas a la orilla. Los váteres, cuando hay, son pequeñas casetas de tablas o plásticos a unos metros de la chabola y unida con ésta por un puente flotantes de tablas.

Carlos nos llevó hasta un embarcadero llenó de basura y, tras negociar el precio con unos amigos suyos, nos montamos en una piragua que tenía los días contados. Una parte del recorrido lo hicimos impulsados por un pequeño motor y el resto por la fuerza y habilidad de los barqueros con sus remos. Carlos nos iba explicando la dura realidad en la que viven los ochenta mil habitantes de belén, pero siempre daba a su relato toques de optimismo y destacaba las mejoras que se iban introduciendo por medio de una ONG española y de un benefactor catalán que habían dotado al barrio de luz eléctrica tres horas al día. Destacaba las casas que estaban repintadas o las piraguas a motor que pasaban a nuestro lado. Pero todos esos detalles no tapaban las heces que flotaban a nuestro lado, las ratas destripadas o los desperdicios que lanzaban las mujeres al río. Nos llevó a su distrito y al llegar vimos a unos niños chapoteando en el río, a otros pescando con un palo y una cuerdita y a una niña muy aseada haciendo los deberes sobre unos tablones en una piragua.

-Tengo que hablar con mi padre para que vayan a la escuela –dijo Carlos mientras nos señalaba un edificio azul de ladrillo, elevado como a dos metros del suelo por columnas de hormigón.

Su padre era el jefe de todas las familias que vivían en aquel tramo del río. Era una especie de capo. El permiso para residir o construirse una cabaña lo daba él y desde ese momento el nuevo vecino se sometía a su juicio. Todos estaban medio emparentados y todos contribuían al mantenimiento de los espacios y recursos comunes como la escuela, una cantina-colmado o un “campo de futbol” situado en la única calle del distrito. La alteración de la convivencia o las conductas no muy acordes con la tradición podían ser castigadas con el destierro del distrito.

Nos presentó a su padre que en estaba afanado en dar los últimos retoques a una piragua. Era carpintero y tan pronto le daba a las barcas como a las casas, el asunto era que hubiese madera adecuada. Ante la falta de dinero, el trueque de materiales o mano de obra sacaban del apuro a los que tenían algún oficio y el de carpintero era uno de los más apreciados. Cerca de donde trabajaba el padre, la mujer de Carlos daba pecho a una criatura de meses, sentada el en suelo de tablas, a un metro de la tierra, en una supuesta casa sin techo ni paredes que su padre desmanteló para desplazarse a una más grande, con cocina al aire y flotando en el río. No estaba ya como para subir escaleras. En frente había cuatro palos altos que, según Carlos, serían, en cosa de dos años, una hermosa casa para él, su mujer y los que viniesen.

Nosotros estábamos muy tranquilos viendo el barrio, pero Carlos nos metió prisa a la vista de los nubarrones que asomaban por la ladera de Belén. En cosa de media hora iba a caer de lo lindo. Nos despedimos de su padre, nos montamos en la piragua y volvimos al embarcadero. Nada más poner pie en tierra o en basura, según se mire, vivimos momentos de tensión porque los barqueros no estaban conformes con el dinero que les daba Carlos y durante bastantes metros nos siguieron dando voces. La discusión terminó cuando Carlos accedió a darles lo que pedían. Ya en zona más segura y tranquila arreglamos el coste del servicio, le dimos 50 soles y una propina por los de la piragua.

-¿Cuántos años tienes? Diecinueve, respondió Carlos.

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