Bangkok II
Nos levantamos pronto.
Pedimos un taxi desde el hotel y nos plantamos en la embajada de Myanmar con
tiempo. Ni punto de comparación con la marabunta de ayer. Entregamos los
impresos, las fotos, el pasaporte y la pasta correspondiente más otra cantidad
para tenerlo en el día, a la tarde. Nos jodía pagar, pero ya teníamos los
billetes a Myanmar para el día siguiente. Como no es cosa de perder tiempo y
las distancias son muy grandes, cogimos otro taxi para El Palacio Real.
Más que un palacio, en
el concepto clásico de un edificio, es una ciudad museo amurallada. Viene a ser como un parque temático religioso
oriental con representaciones de buda al cual más exagerada y fastuosa, estupas
doradas y lujosos templos de arquitectura oriental que no tienen un centímetro
cuadrado libre de cristalitos, pan de oro o relieves delicados. Un alarde de
laboriosidad. No quiero ni pensar los costes humanos del complejo palaciego
religioso.
Después de pagar la
entrada tuvimos que pasar por los controles de decencia habituales en estos
lugares de culto. Gema y Silvia no superaron la censura y tuvieron que cubrirse
con unas camisas azules de manga corta que me recordaban las de los chóferes de
autobús. Podíamos estar los cien mil guiris de San Luis y los doscientos mil
orientales devotos de San Buda metidos en aquella feria rococó, abigarrada y pintoresca
del mundo budista y monárquico.
Mientras
esperábamos a las dos censuradas, me puse a la sombra de unos porches y me
dediqué a observar al personal encargado de cuidar el recinto. Se traían un
cachondeo fino vacilándose entre ellos. Uno, el más arreglado y con aparente
grado de autoridad sobre los demás, se abrió paso entre la multitud que se
amontonaba sacando fotos a un estatua no muy brande y bastante sencilla para lo
que se estila en los templos budistas. No sé a quién representaba pero debía
ser alguna divinidad muy apreciada por sus favores porque estaba rodeada de
ofrendas: cajas de galletas, frutas de todo tipo, dulces, guirnaldas,
flores, palitos de incienso y las
consabidas cajas fuertes y urnas de cristal, como las de las votaciones, encadenadas a una pared, llenas de billetes.
El caso es que volvió donde estaban sus camaradas con una gran bandeja metálica
muy ornamentada llena de frutas y dulces. Se metieron detrás de unas columnas,
lejos del mundanal ruido, y le dieron un repaso estupendo. Cuando uno de ellos
se percató de que les observaba, se asustó, les avisó a los demás, se quedaron
aturdidos y tuve la sensación de que me decían algo así como “esto no es lo que
parece. En fin. No se lo digas a nadie”. Yo me sonreí y levanté los pulgares
indicándoles que me parecía bien. Al rato tuve que rechazar la invitación de
uno de ellos a sumarme al almuerzo. Todo esto a la vera de unas estatuas dobles
que yo, llamadas Thotkhirithon, que
representan unos soldados demonios que tienen agarrada, con las dos manos, una espada. Son como el Oscar
de Hollywood, pero con el mango de la espada más grande. Les llega a la altura
del pecho y, cosas de la vida, me sugería más un falo que otra cosa.
Nos
dimos, yo al menos, una paliza de quitar y poner zapatos de no te menees.
Salías de un templo y entrabas en otro. Te calzabas para no quemarte los pies y
tenías que descalzarte para no ofender a buda. Ahora me explico porqué en los países
fríos el budismo no tiene mucho predicamento.
Entre
los templos más llamativos está el de Wat Phra Kaew, donde está el famoso Buda
de Esmeralda. Es una figura de jade, de casi medio metro de altura, muy
renombrada en indochina porque todo el mundo la considera suya. Se talló en el
siglo XV, en un reino de la actual India y fue dando tumbos por reinos de Camboya, Laos y Tailandia según se
sucedían guerras y se montaban cristos para joder al contrario y quedarse con
sus bienes. El buda este, teniendo en cuenta que era un símbolo de poder, iba
de triunfador en triunfador como la falsa moneda. Y lo que no sé es cómo a los
reyes que lo tenían no les daba yuyu porque sus vecinos le iban a untar hasta
en el carné de identidad, entre otras cosas, para quitárselo. Bueno, a todos no
les fue mal. Al rey de Tailandia, su último dueño, le ha ido de maravilla. Pero
me temo que el Buda Esmeralda de jade no ha tenido mucho que ver.
Otro
atractivo es el Buda Reclinado (yo diría tumbao). Es una estatua de 46 metros
de largo y 15 metros de altura, recubierta de pan de oro y protegida por un
edifico que la alberga dejando poco espacio para rodearla. En esta especie de
caja-templo la estatua se magnifica porque prácticamente es imposible verla
entera y la sensación de pequeñez humana resulta aplastante. Deambular entre el
buda y la pared, en una penumbra aclarada por la luz que entraba por las
ventanas, me resultó agradable, me invitó a la meditación a la vez que me
alivió del calor. ¿O fue al revés?
Bueno, eso, que me remitió a las iglesias o catedrales en verano. Y lo
que ya me pareció de matrícula de honor fue lo de las limosnas. En todos los
templos budistas hay urnas para meter pasta, pero en este templo lo que había,
en todo el perímetro interior, era un sinfín de limosneros, como ollas, pegados
unos a otros y colocados sobre unos soportes preparados al efecto. La gente
cogía unos cuencos, los llenaba de monedas y los echaba en el interior de los
limosneros rompiendo el silencio con el sonido metálico propio del dinero
contante y sonante.
El
palacio propiamente dicho fue tal hasta mediados del XX y ahora es un
museo utilizado, de vez en cuando, para fiestorros y actos protocolarios en los
que participa la familia real. El edificio, entre cuidados jardines, llama la
atención por su elegancia entre colonial y tailandesa y su sencillez decorativa
comparada con lo abigarrado y fallero de los templos que le acompañan.
Cansados, desalmados y
deseosos de lo carnal y mundano nos cogimos un taxi para irnos a por los
pasaportes a la embajada de Myanmar y a turistear restaurantes. Como las
afueras del recinto palaciego estaban hasta las trancas de gente con las mismas
intenciones que nosotros, tuvimos que pelear lo nuestro. Pero los dioses son
caprichosos y tuvieron a bien hacernos pillar al mismo taxista que nos había
llevado a la mañana. ¡Jódete! Si llegamos a entender la lotería tailandesa
compramos unos billetes.
El tráfico en hora
punta, los atascos por obras y la aparente parsimonia del chofer nos puso como
motos porque veíamos que no llegábamos a tiempo a la embajada. Al llegar
saltamos del coche como bomberos en una emergencia y nos plantamos en las
ventanillas en un santiamén. Bien, por fin. Estaban a punto de cerrar. Menos
mal. Después de confirmar que todo
estaba en regla, le di un beso a mi pasaporte, me lo metí en el bolsillo de la
camisa, cerca del corazón, le di unos golpecitos y mostré mi entusiasmo por
irnos a darle al pimple para celebrarlo. Lo que sentí yo creo que lo sintieron
los demás porque sin dar ninguna explicación nos plantamos en la calle San
Nicolás de Bangkok, Khao San Road, y nos dimos unos homenajes de
productos y cervezas típicos del país.
Unos carteles enormes anunciaban la gira asiática del Barcelona. Messi y
compañía iban a jugar contra la selección tailandesa. La Estación Central de
trenes de Bangkok (la foto del artículo) sintetiza la modernidad y la tradición.
¿A dónde has tenido que ir para ver al Barça?
ResponderEliminarA Bangkok, un día para pillar las entradas, 70€, ver todo el merchandaising, otro para llegar a tiempo en taxi, 45´de viaje, 10€ y ver todo el circo Thai del fútbol.
EliminarNo ver al barca en casa para verlo en Asia............