Yangón
Desde el avión de Air Asia, acercándonos a Rangún o Yangón, se aprecia el
contraste de extensas llanuras rojizas irregularmente inundadas con el de los
arrozales que forman un tapiz ajedrezado de tonalidades verdes. El cielo
grisáceo nos cubre y el pesimismo se me cuela en los pliegues del ánimo
acrecentando la tristeza porque entramos en un país donde la tiranía de la
Junta Militar que lo gobierna está haciendo de la antigua Birmania uno de los
países más pobres y masacrados del mundo.
El aeropuerto, a diferencia del de Bangkok, es muy austero. Por todos los
sitio se ven hombres uniformados que pasean su autoridad ostensiblemente. Cambiamos
lo justo para taxi y primeros auxilios, pero nos llenamos los bolsillos de
kyats. Mucho papel.
Amanece. La carretera que nos conduce a la ciudad no está muy transitada.
Los campos de arroz, salpicados de vez en cuando por alguna casa de labranza,
se suceden hasta perderse en el horizonte. Después de un buen rato van apareciendo casas desconchadas que nos dicen
que estamos llegando a Yangón (capitán de Myanmar hasta 2005).
Dentro de la ciudad, yendo entre avenidas sin semáforos y calles de dos
sentidos me percato de que nuestro taxi tiene el volante a la derecha, pero no
vamos por la izquierda. Mi sorpresa se acrecienta cuando tan pronto veo coches
o autobuses con el volante a la izquierda como a la derecha. La curiosidad me
lleva a consultar la guía y a preguntar al personal. Parece ser que algunas de
las herencias inglesas, como conducir por la izquierda, las mandaron a la
mierda para reafirmar su independencia. Lo que pasó fue que el parqué móvil era
el que era, el comercio con Thailandia es el que es, y la gente compra coches
mirando el precio y no el lugar donde está colocado el volante.
Teniendo en cuenta que Rangún tiene cuatro millones y pico de habitantes,
el concepto de centro de ciudad es un tanto amplio. Centro gubernativo, centro
comercial, centro religioso… Digamos que nos hospedamos en el centro excéntrico
de la zona medio comercial-birmana-desvencijada, cerca de todos los lugares
pateables de Rangún y lejos de los visitables como templos y demás parafernalia
turística. Nos hospedamos en el Three Seasons. Una casa muy coqueta de dos
pisos, rodeada de un pequeño jardín, y flanqueada por bloques de viviendas de
seis o siete pisos. En muchos de los sitios por los que he viajado, por no
decir en todos, a los hoteles les ponen nombres en inglés para vestirlos de
modernidad y elegancia.
El precio nos parece caro para lo que veníamos pagando en Laos o Tailandia,
pero desconociendo el mercado, y para tres días, decidimos aceptar el precio
después de un infructuoso regateo. No estaba mal. Por dentro todo forrado de madera,
con aire acondicionado, wifi en el salón recibidor de la planta baja, baños en
las habitaciones y desayuno. Todo, claro está, al modo y manera del lugar. Tenemos
que dejar el calzado en la puerta del hotel para que los suelos de madera crujiente
sigan brillantes; el aire acondicionado es de baja o nula intensidad y
funcionamiento impredecible; Wifi a pedales, cuando funciona; habitaciones
camarotes sin ventanas; baños con tazas móviles y duchas intermitentes que lo inundan
todo y desaguan por un gran agujero en la pared; mosquitos xxl y cucarachas
rechonchas; cosas entretenidas que hacen que el viaje tenga su coña.
Aceptando los consejos del muchacho de recepción nos dejamos llevar a una
bajera cercana para cambiar dólares. Los euros no tienen mercado y los cajeros
automáticos, los pocos que hay, son para que los autóctonos puedan sacar pasta.
Todo hay que hacerlo en bancos o en oficinas legalizadas. El cambio en la
calle, por mucho que mejore la oferta oficial, no es recomendable. Tampoco
existe la posibilidad de pagar con tarjeta en ningún sitio, ni sacar con ella
dentro del banco. En Myanmar hay que entrar con dinero contante y sonante.
Para llegar a la bajera había que cruzar una acera desportillada a punto de
dejar de serlo y pasar a ser una zona incalificable. Por fuera tenía pinta de
almacén o de cualquier. Entramos Zarra y yo acompañados por el muchacho de
admisión del Three Seasons. Había unos hombres ociosos sentados charlando
alrededor de una mesa y otros tumbados en un desvencijado sofá. Al vernos
entrar se pusieron en tensión, pero se relajaron cuando les saludó nuestro guía.
Se acercó al que debía ser el jefe, le dijo que queríamos cambiar, le dio la
mano y se marchó. Sin moverse del asiento, orondo él, hizo señas a dos tiarrones
para que hablaran con nosotros. Les dijimos varias veces la cantidad que
queríamos cambiar y ellos insistían en que el cambio cambiaba según la
cantidad. A punto de irnos, Zarra intuyó que nos daban más o menos kyats según
el valor del billete. Los de cincuenta dólares se pagaban más que los de veinte.
Por precaución y por si encontrábamos otro tipo de cambio más favorable, cambiamos
la cantidad necesaria para pagar las habitaciones y posibles taxis (eran las
dos cosas de las que teníamos referencia de su coste). Les dimos los billetes,
los miraron al trasluz, se los pasaron unos a otros y dieron el visto bueno. Uno
desapareció detrás de una pila de tablas y volvió a aparecer con fajos de
billetes atados con gomas. Después de pasarse los billetes unos a otros nos
invitaron a contarlos. Ellos habían contado y recontado a toda hostia; nosotros
vigilados y nerviosos, despacio.
-¿Y si nos han dado de menos? Yo no recuento. No dejan de mirarnos. A ver
si se cabrean -comentamos entre nosotros-.
Pasaban de doscientos billetes agrupados según su valor, pero para
nosotros, que acabábamos de llegar, la distinción de un valor u otro era
imposible. Ni tamaño, ni color, ni dibujos, ni numeritos. Los kyats tienen una
cara todo en myanmareño, incluido el valor, y la otra en inglés. El cinco en
myanmareño se parece a nuestro nueve y el dos es como una jota mayúscula. Los
ceros son iguales. Qué calor. Les dimos la mano y salimos a respirar el mismo
aire húmedo y caliente que dentro, pero con una sensación de libertad muy
gratificante. Después de unos buenos tragos de agua y recuperado el ánimo
comprobamos la operación bancaria. Nos pagaron un poco más que en el
aeropuerto. Buena gente. Y nosotros acojonaos. Casi volvemos a pedirles perdón
por haber dudado de su honradez. A patear por Yangón.
Cojonudo relato, Juan jo. Desconocía que tenían símbolos distintos para los números. Bueno, en realidad, desconozco casi todo de ese otro mundo.
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