Bangkok





Bangkok nos recibe con su ruido y jaleo habitual. Es una ciudad que me abruma. Rascacielos que surgen entre casas bajas y destartaladas. Viaductos que circulan paralelos a las avenidas que hace tiempo se quedaron pequeñas y que sirven de techo bajo el que se agolpan puestos callejeros, viviendas de tablas y hojalatas, campos de volei,  firme de tierra pisada a la espera de que alguien lo ocupe y monumentos que durante un tiempo vivieron bajo el sol y la lluvia. Taxis rosas, verdes o rojos, tucktucks y motos circulando en un ordenado desorden se adueñan del espacio y del tiempo bajo un sol que  amasa todo en una baba caliente.

Fuimos a Bangkok para encontrarnos con Silvia y seguir el resto del viaje juntos. Silvia es una adiestrada viajera de Etxarri, con buen dominio del inglés, aire nórdico,  licenciada en seres vivos, con preferencia en plantas, y una altura intimidadora para los habitantes masculinos de indochina.  Y, como no, profesora.
 Nos hospedamos en un hotel lejos del centro, pero relativamente cerca del aeropuerto para vuelos peninsulares. Con la intención de llegar lo antes posible cogimos un tren que supusimos nos iba a dejar cerca del hotel. En Bangkok, para cruzar las grandes avenidas hay que hacerlo por puentes peatonales, a no ser que quieras morir en el intento o quedarte todo el día esperando a que se despeje la carretera. Al salir de la estación, mochilas al hombro, cruzamos  las vías de tren y dos calles paralelas por un paso elevado. En una parada de taxis preguntamos por el hotel… y nada, por la calle… y tampoco. Todos coincidían en que si ellos no lo sabían era porque estaba en otro mundo, al otro lado del puente. Venga, al otro lado. Pregunta que te pregunta… y tampoco. Cuando estábamos a punto de mandar todo a la mierda y pillar otro hotel, Zarra puso a funcionar su sistema de orientación extremo y consiguió convencer a dos taxistas (los taxis van a gas y los maleteros, por las bombonas, se convierten en portafolios) para que nos llevasen a una zona en la que él suponía se encontraba el dichoso hotel. Nosotros no teníamos ninguna duda; los taxistas todas. A medida que pasaba el tiempo y se alejaban de su zona los choferes se empezaron a poner nerviosos y casi nos dejan tirados allí, a la buenaventura. El barrio no les convencía. Era peligroso. Insistiendo y negociando ya encontramos el hotel. Los taxistas se hicieron las víctimas pidiéndonos el consabido plus de peligrosidad que muy amablemente al principio y con mala leche al final, nos negamos a pagar. 


Dejamos las mochilas en el hotel y salimos con prisas para ir a la embajada de Myanmar. Por las calles no pasaba ni dios, ni buda. Tuvimos que alejarnos hasta llegar a una más concurrida, eso creíamos. Tras un rato decidimos cambiar de calle porque de concurrida nada y de posibilidades para pillar un taxi, menos. Gira para aquí, vuelta para allá, un cruce, ¿a dónde vamos? Cuando estábamos maldiciendo y desesperando porque nos iban a cerrar la embajada, apareció un taxi lila como llegado del cielo. 

-Gracias, dioses de Bangkok o de donde quiera que seáis. ¡Mua! 

Nos plantamos en la embajada una hora antes del cierre, bajo un sol de muerte. Estaba a tope de gente y tras esperar en una cola cogimos los impresos, los rellenamos apoyándonos en un escalón de la puerta y los entregamos con la ilusión de que nos iban a dar el visado casi al instante. Craso error. Como nos faltaban unas chorradas de fotocopias y los pagos había que hacerlos en dinero contante y sonante: nada, para mañana. 

Desilusionados nos fuimos a comer a un bar que está cercano a la estación y cuyo camarero, exageradamente amanerado, nos atendió muy bien cuando estuvimos a principios julio. Mala suerte, estaba cerrado y como no se trataba de perder tiempo buscando, comimos en otro que estaba al lado. Ni punto de comparación. Una franquicia chunga, sin personalidad y para guiris o nativos con aspiraciones occidentales.

Con los brazos caídos y bajo un sol que derretía el asfalto nos fuimos paseando por Yaowarat, el barrio chino, hasta el Palacio Real. La gente vive en la calle. Las aceras son una prolongación de las tiendas y solo queda un pequeño pasillo por el que caminar con cuidado para no tropezar o tirar los mil y un chismes que puedes encontrara a tu paso. Las calles son ríos de coches, motos y tuktuks desenfrenados que serpentean entre isletas de casas, callejones sin fondo, templos dorados, casinos de luces en movimiento, restaurantes con un aire acondicionado glaciar, mercadillos abigarrados, joyerías acristaladas, puestos de lotería, de hierbas milenarias, banquetas pegadas a la pared donde se sientan las mujeres para que otra les depile la cara, pelo a pelo, con un hilo, a una velocidad de locos, sombras inmundas de edificios destartalados donde la gente se despereza en silencio. Un mundo de lo mínimo en el universo de la calma fugaz.

Ya en las afueras de Yaowarat, en una calle con una larga tapia que cerraba un parque dedicado a buda y sus divinidades, cerca de una de sus entradas había dos pasos de cebra que no tenían semáforo, pero sí unas farolas con un agujero para meter el palo de una bandera roja. El que quería cruzar con más seguridad, cogía la bandera, la extendía, cruzaba la calle y la dejaba en la otra farola. Este método solo  era válido si la bandera estaba en tu lado, si no, a correr. Cuando yo lo probé funcionó a las mil maravillas. Cogí la bandera, crucé al otro lado, volví a cruzar, y de lo más tranquilo. No pasó un coche. No me iba quedar esperando a que hubiese tráfico, ¿no? Tampoco es cosa de hacerlo cien veces y registrar las que te atropellan, las que no respetan la bandera y las que pasas con tranquilidad. Haciendo esta arriesgada prueba científica me acordé de Chaplin en Tiempos modernos

Llegamos al palacio real con las calles de los alrededores desiertas. Rodeamos las murallas hasta llegar a la puerta principal y, en la tónica que llevábamos: cerrado. A la mierda el arte. Cogimos un tuk tuk y tira para Khao San Road, la zona guiri y mochilera de Bangkok, a ponernos moraos de cerveza, sopas y demás platos típicos del país. Todo estupendo hasta que el cielo abrió sus compuertas y nos meo encima. Mojados por dentro y por fuera pillamos un taxi, tras mucho pelear con los chóferes y chapotear en los charcos, que nos llevase a nuestro lejano hotel.
Comentando todos los desaciertos que habíamos tenido durante el día, pusimos en claro algo que todos habíamos visto, pero que nadie denunció. A la mañana, cuando íbamos a entrar en el aeropuerto de Vientián, para venir a Bangkok,  al abrirse las puertas de cristal se nos cruzó un gato negro.

Desde nuestra habitación, en la planta dieciséis, se divisaba un lienzo azabache salpicado por una malla de luz de distintos tamaños suspendida en la nada.

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