Mandalay



En cuanto el bus entró en la estación, los porteadores y tukuteros se amontonaron en las puertas para ofrecernos sus servicios.

-La fama tiene estas cosas. Si no tenéis boli no os puedo firmar autógrafos -les decía a los porteadores mientras me abría paso entre ellos.

Si salir fue difícil, sacar las mochilas del maletero fue una lucha a codazos y empujones para que no se hicieran con ellas y nos exigiesen pasta. Quizá, el tufillo a pescado que flotaba en el ambiente también contribuyó a que se despejase nuestro entorno y pudiéramos negociar, a las afueras de la estación, con un tukutero para que nos llevase a buscar alojamiento. El motocarro era pequeño, pero nos apañamos, Zarra y yo,  para apoyarnos  en unos trasportines que había a los costados del chofer.

Todos los hoteles de precio asequible que marcaba la Lonely Planet estaban llenos. El chofer se empeñó en enseñarnos uno de un familiar, que nos pondría buen precio y que estaba cerca. Nos llevó por unos arrabales poco fiables y muy lejos del centro. Cuando llegamos no hicimos ni bajarnos. Era de lo más cutre. Así que vuelta al mogollón y a mirar uno para pasar la noche. Pillamos el Silver Star a 20 $ la noche. Ducha rápida y paseo por las oscuras calles en busca de algún hotel más barato. Pillamos uno, el Garden, que al día siguiente iba a tener habitaciones libres por mitad de precio, más o menos. Estupendo, a cenar  y a relajarnos. A pesar de que el sol había desaparecido, el calor era agobiante. A diferencia del de Yangón, afortunadamente, el clima era mucho más seco y el hueso se calentaba. Por la calle se veían muchos hombres con falda, longy y el personal le daba al betel con gran entusiasmo. 
Como el del tuktuk nos pareció majo concertamos sus servicios para el día siguiente, siempre y cuando mejorase el tuktuk para que fuésemos más cómodos. En la entrada del hotel había wi-fi intermitente y aprovechamos para conectarnos con el mundo intermitentemente. Vía Line conseguí chatear con Asier y mi primo Carlos. Cuando estás lejos y entras en contacto con la familia el mundo se hace pequeño y grande al mismo tiempo. Asier estaba en Inglaterra y Carlos en Alemania. Días atrás los dos estaban en Pamplona y como no conocía el entorno en el que estaban, tuve la impresión de que se habían ido muy lejos.

A la mañana del día siguiente, el chofer y el comisario político nos esperaban puntualmente con un tuktuk notablemente más grande que les permitía a ellos dos ir en una cabina y a nosotros, en la zona de carga, más cómodos que el día anterior.

Pagamos el hotel con buena bronca porque lo que nos pedían no era lo acordado, pero como no nos  íbamos a ver más, les dejamos claro, en una cosa parecida a la lengua de Shakespeare,  nuestro malestar, su poca palabra y la mierda de desayuno que nos habían dado. Como no nos quedamos tranquilos les largamos, en la lengua que dignificó Cervantes, todo lo que nos salía del alma. La lengua materna es la hostia para estos menesteres. ¡Qué bien se queda uno!

En el Garden aún no habían desalojado las habitaciones por lo que dejamos las mochilas amontonadas en un rincón y nos fuimos a ver los alrededores de Mandalay.  

Lo primero, y antes de que el sol pegara de lo lindo (eran las ocho de la mañana y estábamos a treinta grados), le pedimos que nos llevase a las colinas de Sagaing  para ver alguno de sus templos. Por el camino pasamos por un río, debajo de una presa, donde un grupo numeroso de hombres pescaba con cañas y otros, desde unas barcas, pescaban con red. Aquello era un jaleo y no sé cómo no se enredaban las pitas o se daban un cañazo, la verdad. Pescar, para la gente que había, no pescaban mucho, pero el espectáculo merecía la pena.  Antes de ir al monasterio nos llevó (tendría comisión)  a un taller de tallado de madera,  junto a otro donde dos mujeres bordaban telas con motivos budistas. Todo estaba al aire libre salvo la tienda en la que se vendían los supuestos productos artesanales. Dos tallistas no podían producir tanto, pero verles trabajar los troncos de teca no dejaba de ser mágico. Lo mismo pasaba con las bordadoras que conseguían efectos espectaculares. Un grupo de monjas, de unos diez años, que  caminaban en hilera se  quedaron mirándonos con atención. Iban inmaculadas.
Nos dejó al pie de un templo y cuando ya llevaba unos quinientos escalones dejé de contar porque aquello era interminable. Una paliza que, salvo por las magníficas vistas que había desde la cima, nos la podíamos haber ahorrado.  Después de tanto esfuerzo siempre hay que buscar el lado positivo y este lo tenía en la variedad de templos ubicados en las numerosas colinas, el contraste del marrón del rio Ayeyarwadyc  con el azul  del cielo, el arcilloso de las zonas peladas y el verde de los árboles.

Después de bajar lo subido y de tomamos una birras para aguantar los más de cuarenta grados, le pedimos al  chofer que nos llevase a la isla de Inwa (antigua Ava). Dijo que sí, pero antes nos acercó, por su cuenta, a un taller de artesanía textil para turistas. Cuando llegamos, una mujer retomó su labor en un telar, nos hizo una demostración de sus habilidades y pasamos a la tienda donde había cantidad de pañuelos, faldas y otras manufacturas mecánicamente elaboradas en Myanmar.

Aparcó a la orilla del río, en un campo que estaba lleno de motos, tuktuks, coches y microbuses para turistas, y nos indicó el embarcadero donde ya había una barca que iba a Inwa. Al poner pie en la isla el olor a caballo lo inundaba todo. Aparecieron  chavales que se ofrecían como guías y  nos arrastraron hacia unas calesas de dos ruedas arrastradas por unos caballos pequeños y finos que cagaban  como si fueran grandes. Nos acomodaron rápidamente y salimos  pitando. Hicimos coñas de si nos habíamos plantado en una especie de romería del Rocío, Feria de Abril o si iba a salir, en cualquier momento, alguien cantando "Corre, corre, caballito..." El muchacho le jaleaba al caballo con una letanía que sonaba a chasquido y de vez en cuando le pasaba el látigo por el lomo con suavidad. Se sucedían los campos de arroz, las casas viejas a tono con las ruinas de templos y palacios que tuvo Inwa en sus tiempos de esplendor. Cuando ya estábamos maldiciendo porque había poco o nada para ver, llegamos al monasterio palafito de Bagaya.  Es todo de madera y está elevado sobre 267 pilares  robustos de teca. Su entorno no está cuidado y le rodean grandes árboles que crecen entre matorrales. La madera va de los tonos ocres a los grises y pardos, dependiendo si le castiga el sol y la lluvia. El interior está en penumbra  y tiene que trascurrir un tiempo para poder vislumbrar los distintos budas, los maravillosos tallados que hay en las paredes y, sobre todo, las irregularidades del suelo. Los pasos suenan huecos a pesar de ir descalzos. No apetece salir fuera, la frescura anima a seguir dentro y el silencio se rompe por las cantinelas infantiles de la escuela budista.

Con calma y con cierto pudor nos acercamos a la escuela. La única luz es la que entra por dos puertas que dan a una especie de terraza. Es precisamente, en una de ellas, donde un muchacho de unos seis años repasa y canturrea las tablas de multiplicar impresas en un papel que coloca a la luz para repasar; otro, mayor, sentado de rodillas, se balancea ojeando de vez en cuando un libro manoseado; un chaval canta en voz al alta el texto escrito en una pizarra alargada, en vertical, que está colgada de la pared; un crio muy pequeño incordia a un perro ratero que dormita en un rincón; por las paredes de la zona donde están los alumnos cuelgan viejos murales del cuerpo humano,  de botánica y del alfabeto birmano; en una zona claramente diferenciada por la franja de luz que entra por la puerta reflejándose en el suelo y por un parapeto de libros  polvorientos, el profe dormita repantingado en una silla blanca de plástico un tanto sucia. Nuestra presencia no altera la monotonía plana de la clase. Todos van rapados y vestido con los hábitos azafrán. Me senté en un banco bajo que había en medio de la clase y cuando ya me iba a levantar, se me acercó el muchacho que chinchaba al perro. Saqué un cuaderno que llevo para anotar cosas, escribí mi nombre y le dibujé un perro. Al principio, cuando saqué el bolígrafo, se precipitó nervioso sobre mí y me lo quiso quitar, pero en cuanto empecé a dibujar se quedó quieto y aturdido. Al terminar me miró sonriente, fue a por una caja que había en el suelo, en un rincón, y sacó un lápiz nuevo, sin estrenar. Cogió el cuaderno y se puso a copiar el dibujo. Viendo que la cosa iba para rato, arranque la hoja del dibujo y unas más y me despedí de él dándole la mano. Ya sé que el saludo correcto es el wai, pero no pude controlar mis hábitos hasta ese extremo. Contento que me reprimí cuando fui a pasarle la mano por la cabeza. El profe seguía en estado de meditación trascendental.

Recorrimos la isla haciendo paradas en los lugares turísticos preparados al efecto. Subimos la torre inclinada, Nanmyint Watch y paseamos por las ruinas del monasterio Maha Aungmaye Bonzan. En todos los puestos comprábamos botellas de agua y nos las pimplábamos en un visto y no visto.  Cuando fuimos a cruzar el río para volver a coger el tuktuk, entre todo aquel maremágnum de turistas, carruajes, niños gritones y monjes descuidados en su vestimenta, apareció una monja guapísima, alta, sonriente y con una expresión de humildad que nos hacía pequeños a todos. 

Para rematar el día, y con la intención de ver la puesta de sol, le pedimos al tuktukero que nos llevase al puente de teca más largo del mundo: el puente U Bein sobre el lago  Taungthaman,  en la ciudad de Amarapura.  Ya de camino nos percatamos de que la puesta de sol no iba a ser tan chula como la de las postales de Myanmar. Las nubes no se movían y el sol no se asomaba con fuerza.
Recorrimos el kilómetro y pico de puente con tranquilidad, disfrutando del paseo. Unos muchachos, animándose unos a otros, se tiraban al agua y después de dar unas brazadas trepaban por una cuerda sujeta a uno de los pilares y volvían a tirarse. Fotógrafos profesionales se ganaban el pan inmortalizando a parejas de enamorados y a familias enteras que celebraban estar allí. Unos monjes fumaban tabaco birmano, seguían con la mirada a las muchachas que pasaban a su lado, hacían comentarios y se reían de sus ocurrencias. Un monje, que estaba apoyado en unos de los pilares, hablaba por teléfono con energía; cuando volvimos a cruzarnos con él, a la vuelta, seguía hablando con el mismo entusiasmo. A medida que va cayendo el día aumenta el número de pescadores. Dos monjes mascan betel y lo escupen al río. Nos paramos a contemplar el atardecer en una de las estaciones con bancos y techo que hay a lo largo del puente. Un fotógrafo desconecta la impresora de la batería que tiene a los pies, la mete en una caja metálica con candado, guarda el papel en una caja de cartón y llama por teléfono.  Al poco llega a su lado una mujer empujando una bici destartalada. Suben todo sobre la parrilla, lo atan y se alejan con andar cansino. La tarde se llena de sombras y al fondo  parpadean las luces de las terrazas y de los puestos del mercadillo. 

Regresamos al hotel cansados, pero contentos. Ya están las habitaciones libres.  Subimos las mochilas a nuestra habitación que está en un tercer piso sin ascensor y con escaleras para alpinistas. 

Comentarios

  1. Tenéis más moral que el Alcoyano. La descripción, como siempre, espléndida.

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