Mandalay

-La fama tiene estas cosas. Si no
tenéis boli no os puedo firmar autógrafos -les decía a los porteadores mientras
me abría paso entre ellos.
Si salir fue difícil, sacar las
mochilas del maletero fue una lucha a codazos y empujones para que no se
hicieran con ellas y nos exigiesen pasta. Quizá, el tufillo a pescado que flotaba
en el ambiente también contribuyó a que se despejase nuestro entorno y pudiéramos
negociar, a las afueras de la estación, con un tukutero para que nos llevase a
buscar alojamiento. El motocarro era pequeño, pero nos apañamos, Zarra y
yo, para apoyarnos en unos trasportines que había a los costados
del chofer.
Todos los hoteles de precio
asequible que marcaba la Lonely Planet estaban llenos. El chofer se empeñó en enseñarnos
uno de un familiar, que nos pondría buen precio y que estaba cerca. Nos llevó
por unos arrabales poco fiables y muy lejos del centro. Cuando llegamos no
hicimos ni bajarnos. Era de lo más cutre. Así que vuelta al mogollón y a mirar
uno para pasar la noche. Pillamos el Silver Star a 20 $ la noche. Ducha rápida
y paseo por las oscuras calles en busca de algún hotel más barato. Pillamos
uno, el Garden, que al día siguiente iba a tener habitaciones libres por mitad
de precio, más o menos. Estupendo, a cenar
y a relajarnos. A pesar de que el sol había desaparecido, el calor era agobiante.
A diferencia del de Yangón, afortunadamente, el clima era mucho más seco y el
hueso se calentaba. Por la calle se veían muchos hombres con falda, longy y el personal le daba al betel
con gran entusiasmo.
A la mañana del día siguiente, el
chofer y el comisario político nos esperaban puntualmente con un tuktuk
notablemente más grande que les permitía a ellos dos ir en una cabina y a
nosotros, en la zona de carga, más cómodos que el día anterior.
Pagamos el hotel con buena bronca
porque lo que nos pedían no era lo acordado, pero como no nos íbamos a ver más, les dejamos claro, en una
cosa parecida a la lengua de Shakespeare, nuestro malestar, su poca palabra y la mierda
de desayuno que nos habían dado. Como no nos quedamos tranquilos les largamos,
en la lengua que dignificó Cervantes, todo lo que nos salía del alma. La lengua
materna es la hostia para estos menesteres. ¡Qué bien se queda uno!
En el Garden aún no habían
desalojado las habitaciones por lo que dejamos las mochilas amontonadas en un
rincón y nos fuimos a ver los alrededores de Mandalay.
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Nos dejó al pie de un templo y
cuando ya llevaba unos quinientos escalones dejé de contar porque aquello era
interminable. Una paliza que, salvo por las magníficas vistas que había desde
la cima, nos la podíamos haber ahorrado.
Después de tanto esfuerzo siempre hay que buscar el lado positivo y este
lo tenía en la variedad de templos ubicados en las numerosas colinas, el
contraste del marrón del rio Ayeyarwadyc con el
azul del cielo, el arcilloso de las
zonas peladas y el verde de los árboles.
Después de bajar lo subido y de tomamos
una birras para aguantar los más de cuarenta grados, le pedimos al chofer que nos llevase a la isla de Inwa (antigua
Ava). Dijo que sí, pero antes nos acercó, por su cuenta, a un taller de
artesanía textil para turistas. Cuando llegamos, una mujer retomó su labor en
un telar, nos hizo una demostración de sus habilidades y pasamos a la tienda
donde había cantidad de pañuelos, faldas y otras manufacturas mecánicamente
elaboradas en Myanmar.
Con calma y con cierto pudor nos acercamos
a la escuela. La única luz es la que entra por dos puertas que dan a una
especie de terraza. Es precisamente, en una de ellas, donde un muchacho de unos
seis años repasa y canturrea las tablas de multiplicar impresas en un papel que
coloca a la luz para repasar; otro, mayor, sentado de rodillas, se balancea
ojeando de vez en cuando un libro manoseado; un chaval canta en voz al alta el
texto escrito en una pizarra alargada, en vertical, que está colgada de la
pared; un crio muy pequeño incordia a un perro ratero que dormita en un rincón;
por las paredes de la zona donde están los alumnos cuelgan viejos murales del
cuerpo humano, de botánica y del
alfabeto birmano; en una zona claramente diferenciada por la franja de luz que
entra por la puerta reflejándose en el suelo y por un parapeto de libros polvorientos, el profe dormita repantingado en
una silla blanca de plástico un tanto sucia. Nuestra presencia no altera la
monotonía plana de la clase. Todos van rapados y vestido con los hábitos
azafrán. Me senté en un banco bajo que había en medio de la clase y cuando ya
me iba a levantar, se me acercó el muchacho que chinchaba al perro. Saqué un
cuaderno que llevo para anotar cosas, escribí mi nombre y le dibujé un perro.
Al principio, cuando saqué el bolígrafo, se precipitó nervioso sobre mí y me lo
quiso quitar, pero en cuanto empecé a dibujar se quedó quieto y aturdido. Al
terminar me miró sonriente, fue a por una caja que había en el suelo, en un
rincón, y sacó un lápiz nuevo, sin estrenar. Cogió el cuaderno y se puso a
copiar el dibujo. Viendo que la cosa iba para rato, arranque la hoja del dibujo
y unas más y me despedí de él dándole la mano. Ya sé que el saludo correcto es
el wai, pero no pude controlar mis hábitos hasta ese extremo. Contento que me
reprimí cuando fui a pasarle la mano por la cabeza. El profe seguía en estado
de meditación trascendental.
Recorrimos la isla haciendo paradas en los
lugares turísticos preparados al efecto. Subimos la torre inclinada,
Nanmyint Watch y paseamos por las ruinas del monasterio Maha Aungmaye Bonzan.
En todos los puestos comprábamos botellas de agua y nos las pimplábamos en un
visto y no visto. Cuando fuimos a cruzar
el río para volver a coger el tuktuk, entre todo aquel maremágnum de turistas,
carruajes, niños gritones y monjes descuidados en su vestimenta, apareció una
monja guapísima, alta, sonriente y con una expresión de humildad que nos hacía pequeños
a todos.
Para rematar el día, y con la
intención de ver la puesta de sol, le pedimos al tuktukero que nos llevase al
puente de teca más largo del mundo: el puente U Bein sobre el lago Taungthaman,
en la ciudad de Amarapura. Ya de camino nos percatamos de que la puesta
de sol no iba a ser tan chula como la de las postales de Myanmar. Las nubes no
se movían y el sol no se asomaba con fuerza.
Recorrimos el kilómetro y pico de
puente con tranquilidad, disfrutando del paseo. Unos muchachos, animándose unos
a otros, se tiraban al agua y después de dar unas brazadas trepaban por una
cuerda sujeta a uno de los pilares y volvían a tirarse. Fotógrafos profesionales
se ganaban el pan inmortalizando a parejas de enamorados y a familias enteras
que celebraban estar allí. Unos monjes fumaban tabaco birmano, seguían con la
mirada a las muchachas que pasaban a su lado, hacían comentarios y se reían de
sus ocurrencias. Un monje, que estaba apoyado en unos de los pilares, hablaba
por teléfono con energía; cuando volvimos a cruzarnos con él, a la vuelta,
seguía hablando con el mismo entusiasmo. A medida que va cayendo el día aumenta
el número de pescadores. Dos monjes mascan betel y lo escupen al río. Nos paramos
a contemplar el atardecer en una de las estaciones con bancos y techo que hay a
lo largo del puente. Un fotógrafo desconecta la impresora de la batería que
tiene a los pies, la mete en una caja metálica con candado, guarda el papel en
una caja de cartón y llama por teléfono.
Al poco llega a su lado una mujer empujando una bici destartalada. Suben
todo sobre la parrilla, lo atan y se alejan con andar cansino. La tarde se
llena de sombras y al fondo parpadean
las luces de las terrazas y de los puestos del mercadillo.
Tenéis más moral que el Alcoyano. La descripción, como siempre, espléndida.
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