Mandalay II
Está visto que lo nuestro con los
hoteles de Mandalay fue de traca. Después de desayunar nos comunican que la
habitación que ocupan Zarra, Gema y Silvia debe ser desalojada para que entren
otras personas. La nueva es un almacén y terminamos mandándoles a la mierda.
Justo a la vuelta de la esquina hay otro hotel, el Nikol, más o menos del mismo
precio, que tiene habitaciones libres. Sara y yo al cuarto sin ascensor. Es
festivo y parece ser que la gente se mueve. Mientras hacemos el traslado me
quedo esperando la llegada del tukutero. En la acera del hotel Garden hay un
muro de unos dos metros que la gente utiliza como parapeto de una ducha
comunitaria. Con una manguera que sale del hotel y unos calderos, unas mujeres
se lavan la cabeza y se mojan el cuerpo. El tukutero nos da plantón y acordamos
irnos caminando a ver el Palacio Real. Como andamos mal de pasta decidimos
cambiar en el mismo hotel una cantidad no muy grande y dejar para un día laborable la cantidad más fuerte.
Mientras hacen la operación me conecto a internet y me sale, en Line, un
mensaje de Asier pidiéndome que le mande, por fax, una autorización mía para
avalar un seguro médico que necesita para tener prestación sanitaria en
Bristol. Pregunto en el hotel y me dicen que ellos no tienen fax. Que el único
sitio en todo Mandaly es el hotel Silver Star. Son los únicos que tienen
autorización del gobierno. ¡Joder! Con la bronca que habíamos montado y ahora tenemos
que volver. En fin, no queda otra. Entramos muy simpáticos, saludamos y le
contamos a la recepcionista los motivos de nuestra vuelta. La muchacha no se coscaba
y llamó a su jefa. Cuando nos vio casi le da algo. Rápidamente le aclaramos que
todo estaba olvidado, que nos había surgido un problema y que necesitábamos mandar
un fax. Se estiró en plan señorita Rottenmeier
y nos explicó las condiciones: siete dólares por minuto. Si se atasca, o se
corta la comunicación una vez empezado, aunque no llegue al minuto, se cobran
los siete dólares. Me dieron un folio para poner los datos que me pedía Asier y
se lo pasé junto con mi pasaporte. Lo miró detenidamente y me dijo que
esperase, que tenía que llamar a la autoridad competente. Volvió sonriente, me dijo que le habían
autorizado el envío y regresó a su despacho. Cruzamos los dedos mientras se oía
el marcado del número y el pitido característico del fax. Por un minuto y siete
segundo apoquiné catorce dólares de vellón.
Ya en la puerta nos percatamos
que había mucho trajín de militares. Camiones, coches, motos y sonoros saludos
a los soldados que estaban en las garitas. Como es tan grande, no sólo alberga
el palacio del último rey de Birmania, sino que es un cuartel militar. De hecho, a lo largo de
la gran explanada interior había carteles que prohibían el paso a las zonas
militares. El palacio es una reconstrucción del original que ardió allá por
1945. No es nada del otro mundo.

En un porche lleno de columnas
una pareja de novios, vestida con los trajes típicos de gala, posan para la posteridad.
Visto lo visto decidimos coger un
taxi y pirarnos a la zona del río a disfrutar de los distintos restaurantes que
hay en su fresca orilla.
Conseguimos mesa en una bonita
terraza, a la sombra de unos árboles bastante majos, en el lugar más descarnado
de la ciudad. Cabañas de maderas, cañas, chapas y telas se asientan entre la basura que deja el río
en la orilla. Las mujeres se afanan en las labores de casa, cuidado de los
niños y en cavar unas zanjas para sujetar un muro de troncos de teca a fin de
retener la tierra que está a unos metros de sus chabolas. Los niños juegan bulliciosos
en el agua marrón y unas mujeres se lavan la cabeza. Se enjabonan el pelo y,
para aclararlo, se agachan hasta meter la cabeza en el agua a la vez que extienden
su larga cabellera.
La contemplación nos duró poco
porque las aves que se posaban por las ramas de los frondosos árboles que nos
daban sombra, tuvieron a bien ciscarse encima de nuestros cuerpos gentiles. Para
tener la fiesta en paz y no ser el descojono de unos tíos que estaban al lado,
nos largamos y guiamos nuestros pasos por la orilla del rio a fin de buscar una
zona mejor. Por primera vez en el viaje, los niños salían al paso para pedirnos
dinero. Los hombres arreglaban sus camiones o tuktuks es la calle, los
buscavidas no nos quitaban el ojo de encima y si te parabas a curiosear te
rodeaban para ofrecerte transporte, hiervas o, simplemente, pedirte pasta en
plan amenazante.
Aligeramos el paso y nos alejamos
del río. La circulación aumentaba, la gente iba de un lado para otro a su aire,
pero el aspecto de las casas seguía siendo pobre. Las charcas malolientes donde
se embalsaba el agua de lluvia y de las crecidas del río se sucedían entre las edificaciones.
Nos costó un buen rato llegar a la zona por la que caminar tranquilamente. El
día nos dio motivos y tema para reírnos mientras nos tomábamos unas cervezas bien frías antes de irnos a la cama.
La gente es maravillosa.
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