Visita a Mingun




Como es nuestro último día en Mandalay nos planteamos visitar Mingun. Es una ciudad que debe su fama al intento de construcción de la estupa más grande jamás vista y de tener la campana más grande del mundo. Está a unos once kilómetros de Mandalay, río  arriba del Ayeyarwady.
A mí me suele mosquear mucho la obsesión que tiene el personal por utilizar la cinta métrica. Definir algo por su tamaño me parece infantil. Ya sé que el tamaño importa y en algunas cosas es mejor que sean así, pero las comparaciones me parecen odiosas. En el mundo de la publicidad es, quizá, la cualidad que más se resalta. Y es por eso que cuando miras folletos turísticos suele aparecer el adverbio de cantidad (no sé si ahora se llamará de otra manera): más. El más largo, el más alto, la más grande. Todo una estupidez porque no puedes comprobar si es verdad. Es más, en algunos casos conoces los otros monumentos con los que se compara y esa característica de tamaño es lo menos relevante.  Creo que la belleza tiene que ver más con la armonía y la proporción que con el gigantismo. Es una jodida manía que cada vez tiene más relevancia y que si no eres el más más de lo que sea; si no tienes lo más más de lo que hay que tener, eres el más desgraciado. Tienes que tener más de algo más que tu vecino y que sea patente a simple vista, si no se ve no vale nada.  Vivimos en una situación tal que a mediados del siglo pasado, a un directivo de la cervecera irlandesa más conocida, después de tomarse unas pintas y discutir con unos amigos sobre ¿quién es más?, ¿qué te juegas? y cosas parecidas que se dicen después de darle al jarro, se le ocurrió crear el libro World Guinness Records. El libro más vendido del mundo. Más que La Biblia, según dicen los del libro.
Nos plantamos en un embarcadero cercano al restaurante que fuimos el día anterior y nos encontramos con un buen número de nativos, bien vestidos,  que iban también a Mingun. Al fin y al cabo era festivo y Mingun es una especie de Lourdes del budismo. Los autóctonos montaban en unos barcos de línea y nosotros, los turistas, en otros más chulos.

La pasarela para subir al barco estaba hecha de tablones apoyados sobre caballetes. Como era inestable y estrecha, unos hombres se colocaban a un costado unidos por largos palos que hacían de pasamanos.  El barco era de madera y navegaba despacio. El calor apretaba lo suyo. Dentro no se movía ni pelo de aire, pero estabas a la sombra; fuera, el sol machacaba y el aire, como el que da un ventilador manual a pilas, amortiguaba algo el sofocón. Lo mejor era entrar y salir cada cierto tiempo para engañar al cuerpo.
Atracamos junto a dos enormes chinthes (monstruos mitad león mitad dragón que suelen proteger las entradas de templos y estupas) que se quedaron a medias. Es decir, que aquello que para mí eran dos montones redondos cubierto de cemento gris, eran, según la Lonely Planet, los cuartos traseros de unos monstruos.
El rey Bodawpaya, un megalómano de tomo y lomo, se empeñó en esclavizar a miles de personas para hacer unos edificios religiosos de tres pares y no calculó que las obras sufren retrasos, que los suministros no llegan a tiempo, que si llueve, que si guerras, en fin, lo de siempre. El caso es que  Bodawpaya cascó y la obra se quedó sin terminar. Tiempo más tarde, un terremoto demostró que los delirios de grandeza de un preguinness de los records eran una barbaridad.
Nada más echar pie a tierra nos dirigimos a lo que se empezó a construir con la intención de que fuese la estupa más grande del mundo mundial. Hoy es un enorme cubo de ladrillos y piedras al que se puede subir por un lateral gracias a que el terremoto de 1839 tuvo a bien dejar una brecha que se utiliza como sendero. Yo, como tenía dos ampollas en las plantas de los pies por la excursión del día anterior (se me ocurrió ir con sandalias) preferí quedarme en la puerta del interior de la estupa en lugar de descalzarme y subir por un camino de piedras y ladrillos a lo alto del inconcluso monumento. Saqué mi cuaderno y me puse a tomar notas mientras los otros subían. No llevaba ni dos minutos cuando aparecieron mis colegas. Ante la propuesta de pagar un dinero y de que no merecía la pena, decidieron renunciar. Se calzaron y nos fuimos todos a pasear por el concurrido pueblo.
Dilucidando qué cosas había que ver, se nos acercaron dos tíos a grito pelado pidiéndonos los tickets. Nosotros nos hicimos los longuis, por si colaba, pero nada. Llamaron a un poli y se nos presentó exigiéndonos el pago de la entrada al pueblo. Nosotros que no, que nadie nos había dicho que tuviésemos que pagar; que habíamos cogido barco de turistas y a la bajada no nos vendieron ningún ticket. Para colmo de males no hablaban inglés y nosotros tampoco. La gente se arremolinaba y decidimos acatar sus órdenes. Nos fuimos a un puesto donde se vendían las entradas y compramos los dichosos tickets.
Entramos en el templo donde se encuentra la campana suspendida más grande del mundo. Le dimos unos golpes con un tronco para que se cumpliesen nuestros deseos y pasamos a visitar la pagoda Myatheindan, mandada contruir por Bagyidaw, sucesor de Bodawpaya. Ante la obligación de entrar descalzo y de que los templos me destemplan, me quedé a las puertas del edificio que más se parece a una tarta de merengue tomando notas y entreteniendo a un chaval que se me acercó para ver qué escribía. En una hoja le hice un retrato y dibujé una escena de dos mujeres con vestimenta tradicional que vendían abanicos al otro lado de la entrada. Le gustaron. En cuanto le di la hoja salió corriendo para enseñársela a la que yo supuse era su madre. Ella me saludó agradecida y me ofreció, a cambio de cuatro dólares, un trozo de tanaka. For wife, pretty  -me dijo insistente. No se lo acepté y me tuve que alejar para que no siguiese insistiendo. Ella tenía pintados con tanaka los brazos y la cara. El chaval también llevaba el mismo tipo de dibujo en espiral.

Paseamos por el concurrido mercadillo de tenderetes de comidas, chucherías, recuerdos e iconografía budista, sin intenciones de comprar nada. En una de esas vimos unas camisetas muy bonitas, pero pequeñas. Preguntamos si tenían tallas como para nosotros y la liamos. Una mujer sacaba montones de camisetas de debajo del mostrador y otra las desdoblaba a todo meter.
-No se moleste, señora. Sólo queremos saber si tiene de esa. Sí, de esa en concreto. Las otras no nos gustan. ¿Tienen como para for my? ¿Yes? A ver. Vale. ¿Cuánto vale? How much? ¿Doce dólares? No gracias. Es mucho. Le damos cuatro por una y siete por las dos. Por la azul y la roja. ¿No? Pues hasta luego.
-Six for each.
-No. Déjelo que no nos interesa. ¿Seis por cada? Ni hablar -y nos fuimos sintiendo mucho el trabajo que le habíamos dado haciéndole sacar tanta camiseta.  
Estábamos al final del mercadillo cuando se nos acercó la vendedora con las dos camisetas y aceptando los siete dólares por las dos.
Camino de un bar restaurante nos encontramos con una parada de taxis de carros tirados por bueyes. Los animales  metían el morro entre la basura  que había a la orilla del Ayeyarwady y el taxista nos pedía dos dólares por sacarle fotos a su negocio. En una escuela al aire libre dos niños jugaban a luchas.
De vuelta al barco pasamos por un templo derruido, a la orilla del rió, en la que los niños monjes, con gran alborozo, se tiraban al agua desde unas estatuas. Cerca, una monja miraba al infinito.
Cuando llegamos a Mandalay nos montamos en un camión bus de bancos en los laterales, a lo largo, y en medio. Algunos prefieren ir de pie agarrados a unas barras. Los hay que se suben al techo. El ayudante y cobrador va casi al aire, apoyado en un estribo que hay en la parte de atrás. Si ve a alguien parado, golpea en la chapa para que el chofer detenga el camión, se baja y negocia el precio.
 
Subimos las escaleras más picas del mundo, nos dimos la ducha más estupenda del mundo, nos tomamos las cervezas más frías del mundo y cenamos en el restaurante más jodido de Mandalay. Éramos los únicos clientes, tardaron mucho en servirnos,  nos dieron pollo por beef y tuvimos bronca.

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