Reyes Magos
De pequeño siempre creí en los reyes. Sabía
que eran personajes de cuento, del pasado, y que los de carne y hueso eran
falsos. Por eso los Reyes Magos no podían traer regalos porque tenían que estar
requetemuertos. Mis reyes, los de los cuentos, no hacían esas cosas que hacían
los Magos de Oriente. No metían los camellos en casa para dejarlo todo hecho un
asco, ni pimplaban coñac (la madre de un amigo les ponía hasta puros, y se los
fumaban). Mis reyes llevaban espada, corona, montaban un caballo elegante, daban
mandobles a diestro y siniestro (las cadenas del escudo de Navarra se las mangó
Sancho el Fuerte a Miramamolín para no sé qué), se batían en duelo por el amor
de una princesa rubia despampanante con la que eran felices por los siglos de
los siglos. Vivian en un palacio donde bailaban valses todas las noches antes
de comer perdices en la cama o en los jardines a la luz de la luna. Al ser de
cartón duro, me cuadraban más los
Gigantes de Pamplona. Como eran reyes, para mí quedaba claro que Melchor era el
europeo, Gaspar el oriental, Baltasar el africano y los de la media luna en la cabeza sin clasificar (ya mayor, me enteré que el
negro era americano, mi oriental era africano y el oriental de verdad era el de la media luna en la cabeza. Las reinas eran las mujeres con las que comían perdices). La única vez que me llevó mi madre a la cabalgata lo pasé
fatal. Me daban miedo.
Cuando mi hermana estaba en la duda de si
los reyes eran reales o no, mi padre, que conocía a todo el mundo que se movía
por la noche, trajo a casa un estudiante de medicina, más negro que el tizón,
vestido de Baltasar. Mi hermana, que estaba la pobre en la cama muy fastidiada
con unas fiebres que no remitían, se quedó de piedra. No tuvo ninguna duda de
que los reyes eran de carne y hueso y que traían regalos. A mí, que presenciaba
todo desde un rincón, no me quedaba la menor duda de que aquel Baltasar era un
estudiante de medicina que salía mucho por las noches. Lo mejor fue que mi
hermana sanó. Estaba escrito que el futuro médico iba a curar al personal con
una simple imposición de manos y una muñeca que moviese los ojos al balancearla.
Al otro día, mi padre nos explicó, a mi madre
y a mí, que los negros que estudiaban en la universidad eran hijos de jefes de
tribus, como reyes, y que por eso
siempre se comportaban con cierta majestuosidad. Se necesitaba mucho dinero para
estudiar en la universidad y ellos lo tenían. No podían ser de las familias a
las que nosotros mandábamos dinero con las misiones. Esta explicación fue otra
puñalada en mi creencia. Me imaginé
reyes africanos con plumas y forrados de oro que mandaban a sus hijos a
estudiar medicina a Pamplona, vestidos de normal. En fin, como tenía que
mantener mi teoría amplié mi definición de monarquía añadiendo el concepto
espacio. Si había reyes vivos, de carne y hueso, tenían que vivir en sitios
lejanos y rodeados de pobres.
En el mismo rellano teníamos como vecinos a
una familia muy carlista. Siempre hablaban de que si venía el rey Carlos,
Javier o Jaime, no me acuerdo bien, el mundo iba a cambiar. Eran reyes con
nombre de gente del barrio y eso me mosqueaba. Los reyes iban haciéndose carne
cercana. Solían ir mucho al círculo (para que digan los de Podemos) a pasar la
tarde. Alguna vez me llevaron y aquello me pareció un museo triste con muchas
boinas y fotos rancias colgadas de las paredes. Con aquel local, el discurso
carlista de la próxima venida de un salvador residente en Francia no me parecía
viable. La patente falta de glamur del círculo me reafirmaba en mi creencia de
que la monarquía en carne y hueso no era posible. Los carlistas eran unos
ingenuos. Francia, el país de los reyes, era muy rico y no iban a venir al
Barrio San Pedro. Además, ¡allá estaba Francia! Y con esos nombres, ¿de qué?
¡Venga ya!
Cuando
aún iba con pantalón corto, por unos gitanos que vivían cerca empecé a
sospechar que los reyes podían ser reales. Tenían reina, según se decía. Era
una mujer guapísima y elegante. A diferencia de las de los cuentos, era morena
y de pelo negro. Alucinaba viéndola pasar. Se le trataba con respeto y cada dos
por tres acudían sus paisanos a pedirle consejo. Su marido (no le dábamos
título de rey) tenía un coche negro grande. No paraba mucho por el barrio
porque los negocios le sujetaban en Francia. ¡Ojo! que ser negociante era el no
va más, como ser rey. La gente que yo conocía era trabajadora. En aquella casa eran
unos cuantos, no trabajaba nadie y les iba bien. Vivian en un piso más grande
que el nuestro, pero siempre supuse que tendrían un palacio en Francia.
Durante un buen tiempo creí que los reyes
tenían que venir de Francia o de París (era lo mismo) como también venían los
niños que nacían en el barrio. Poco antes de hacer la primera comunión
empezaron a verse platos y vasos de duralex.
Los compraban cuando iban a Lourdes o lo conseguían de contrabando, daba igual.
Le conté a un fraile, como algo fantásticos, que había visto unos platos de
cristal francés irrompibles. El fraile,
que a los años colgó los hábitos por el amor a una parroquiana, me aclaró que
Francia era el mejor país del mundo, el de la liberté, la igualité y la
fraternité. Para mí, que por aquel entonces lo que decían los frailes
capuchinos iba a misa, aquello me debió sonar a chino mandarín. Debí poner cara
de no entender nada porque el fraile,
que nos daba catequesis, nos soltó, a otros y a mí, un rollo que ni el francés más
chovinista lo habría igualado. Para confirmar mis conocimientos sobre Francia
le solté lo de los reyes. Creo que las carcajadas del fraile se debieron oír en
París. Llamó a otro fraile para contarle mi versión de la realeza y entre los
dos me explicaron que en Francia no había reyes. Que los hubo, pero que los
quitaron. Los reyes no mandaban nada. Francia era una república. Al día
siguiente miré en el diccionario de la escuela la palabra república y no me
aclaré mucho, pero me reafirmé en que los reyes eran cosa del pasado muy pasado
y que no tenían nada que hacer. No eran buenos para el progreso, la liberté, la
igualité, la fraternité y el duralex.
A eso de los diez años me pegué un mes en
unas colonias al norte de Bayona. Como no tenía ni idea de francés, entender
entender no entendía nada, pero ver veía mucho, mis fantasías se aceleraron. Cuando salíamos a pasear, viendo las casas
solariegas que había cerca, recreé mil veces el chateau de la reina de los gitanos (no así el de los carlistas.
Nunca los vi por el barrio). El día que nos llevaron a Biarritz aluciné. Aquello
era poderío. Palacios de auténtico cuento. Los reyes eran personajes de un
pasado fastuoso e irrepetible.
A parte de prendarme de unas francesas
hermanas de unos compañeros de cuarto, me enamoré perdidamente de Francia.
Conservaban lo mejor de los reyes, los palacios. Y por la Liberté, Igualité y
Fraternité tenían más coches y adelantos que nosotros, una bandera tricolor muy
bonita y un himno nacional que cantábamos todos los días.
Era verano. Estábamos en Izcue. Velaba armas
para ser nombrado caballero con el rito de enfundarme unos pantalones largos el
día de mi cumpleaños y dejar de joderme las piernas en las rastrojeras.
Almorzábamos sentados en unas piedras que había al borde de la pieza que tenía
mi tío en un alto, camino de Ororbia.
-Ves
aquella casa con campana que hay allí, un poco antes del puente. Pues ahí solía
ir a clase la reina Fabiola cuando pasaba el verano en Elío. Cuentan que la
llevaban en un coche de lujo con chofer y todo -dijo algún mayor.
-¿Una
reina de verdad? -pregunté sorprendido.
-Sí.
De Bélgica. Elío es todo suyo.
Aquello me dejó patidifuso. Los reyes
existían. Creo que sufrí el mismo shock que los niños cuando se enteran de que
los Reyes Magos son los padres. No se lo dije a nadie. No fuera que me
obligasen a seguir llevando pantalón corto.
Hoy me alegro por la aparición de los otros
regaladores que han terminando con el monopolio monárquico. La barra libre al
desmadre consumista representada por la panoplia de agentes comerciales tan
diversos como Papá Noel, San Nicolás, Olentzero, Tió de Nadal... o el invasor
Santa Claus, son una gozada. Todo el mundo va a por el regalo sin importarle el
fantasma (siempre masculino) que lo trae, a pesar de la pelea que mantienen por
la autenticidad los defensores de los distintos regaladores. Es absurdo que
Papá Noel choque su trineo contra los camellos de los Reyes Magos o que estos escupan
a Olentxero cuando está sentado en su silla al borde de la acera. No merece la
pena discutir por si se entra por la ventana, la chimenea o la puerta. Lo
correcto es pedirles a todos para que nadie se sienta excluido. A mí me da lo
mismo si el regalo me lo trae el Viejito Pascuero (con tal de que no sea yo) o
La Befana italiana (por fin una mujer).
De
los reyes reales, los de carne y hueso, sigo pensando que no son compatibles
con la libertad, la igualdad y la fraternidad. Son unos impostores. Se hacen
pasar por personas, pero son reyes.
Chapeau! Y ..., muchos recuerdos comunes.
ResponderEliminarUn abrazo
JLPM
Gracias, vecino. Nuestro barrio da mucho juego.Lo pasamos bien.
ResponderEliminarUn saludo
Genial Juan Jo. El final, una maravilla. No saben lo que se pierden quienes no te leen.
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