Clientas
Por
razones económicas, de comodidad o simplemente de circunstancias, sin
más, compro
en distintos sitios. Según me pille, aunque si me vienen igual de mal o
de
bien compro en el más barato. Salvo si es carne, que siempre voy a las
carnicerías
de toda la vida porque no me gustan las bandejas de plástico y con carne
para unos cuantos. Yo solo necesito para dos. Día a día he ido cogiendo
cierta
profesionalidad en lo concerniente a productos, dependientas y clientela
de los
grandes ultramarinos.
Si bien es cierto que en todos los supercolmados
cuecen habas, independientemente de su país de origen o del color de los
uniformes del personal, y de que la
explotación sea notoria en todas ellas, me suelo inclinar, cuando tengo tiempo,
por los no habituales, por los que me pueden sorprender. Es una forma de romper con la rutina, de ver
caras nuevas, de curiosear o de conocer mundo. La distribución del espacio, el
tipo de producto, su origen, el color del entorno y hasta la música o su ausencia
me invitan a la infidelidad comercial. Cuando hago esto, lo que suelo echar en
falta es a las señoras mayores. Y eso me jode porque si hay gente que sabe de
la ciencia del bien comprar, son estas maestras de la supervivencia y el
sacrificio. Con ellas pasa como con los camioneros en los restaurantes de
carreteras. Son garantía de que la calidad y el precio están ajustados. Compro
si veo abuelitas, si no, curioseo. Una pena que estas superficies estén allende
las viviendas y las abuelas no puedan ir.
Eso de que una señora te pida que le digas
el precio de las lentejas porque se ha dejado las gafas en casa y cree que han
subido, no tiene precio. Que se ponga delante tuya cuando vas a pagar y diga
que lo hace porque la caja de detergente que hay en el mueble de la cinta es suya
y que se le había olvidado una cosilla, cuando
lleva una cesta de ruedas llena, es como para ponerla en la cima de la
picaresca. Que le recrimine a un hombre por echarle en cara al cajero su supuesta
tardanza, diciéndole que el muchacho hace lo que puede y que está explotado, es
como para nombrarla representante sindical. Que se pegue diez minutos contando
toda la calderilla para pagar exacto, es como para colocarla de consejera de economía
y hacienda. Que le diga al que está reponiendo la fruta que los plátanos están
pasaos, sin ningún pudor, es como para elegirla portavoz de la oposición. Que
se junte con una amiga en la cola y ponga a parir al gobierno, es como para tertuliana
de cualquier programa. Y que para pedirte algo te diga "joven", es
como para darle un millón de besos.
Estás mujeres que trabajaron día y
noche, que nunca tuvieron vacaciones, que siempre han sido valoradas por los
gobiernos y las leyes como seres de segunda, siguen luchando en silencio y
solas. Viudas valoradas al 52 % de su marido, que nunca pudieron cogerse la
baja, recurren a remedios caseros porque no pueden pagar la medicación que
antes entraba en la gratuidad. Cocineras sin titulación alimentan a los que han
vuelto y hacen un postre con migas de pan del día anterior.
Que me pregunte una señora, vestida
con un abrigo de cuando ella medía diez centímetros más, delante del expositor
de chucherías, por una marca que le ha pedido
su nieto, al que conozco de la escuela, es como para... No sé. Todo es poco.
Nota:
a finales del 2013 había 2.341.110 personas cobrando viudedad. El 93 % eran
mujeres. La prestación media de viudedad es de 630 € para los hombres y 470 € para las mujeres. Lo normal es que en una
pareja de jubilados solo haya cotizado el hombre. Si fallece él, la viuda cobra
el 52 % de la base reguladora del finado; si fallece ella, el viudo sigue
cobrando igual que antes.
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