Escaleras



              
             Aparco en el garaje. Empujo la puerta con el codo y me planto delante del ascensor. Tengo la sensación de que pasa algo raro porque se ve luz entre las juntas de la puerta. Le doy al botón unas cuantas veces, pero no hay manera. Muy disgustado entro en la escalera estrecha de emergencias. Subo los dos pisos maldiciendo. Al salir a la calle me encuentro extraño. Es la primera vez que salgo por aquí. Tengo la sensación de vivir en otro lugar.
            Aunque abro la puerta con la llave no puedo evitar mirar a la cámara que está encima de las tres filas de timbres. En la puerta del ascensor han colgado un letrero que pide disculpas por las molestias. Están realizando operaciones de mantenimiento. No vengo con el ánimo de subir hasta el quinto con las bolsas de la compra. Tiro de una pesada puerta de metal con un ojo de buey. Es la segunda vez en cinco años que uso la escalera. Como en la del garaje, un sensor detecta mi presencia y se enciende el aplique que hay en la pared. Hace frío. Las pequeñas ventanas están entreabiertas. Todo parece limpio, pero al apoyar la mano en la baranda me percato que el color gris claro es circunstancial, el verdadero es gris plomizo. Al llegar a mi rellano tengo que tirar de otra puerta metálica. Se enciende la luz. Menos mal que no me he encontrado con nadie porque habría sido incapaz de decir algo. Una vez recuperado el resuello llamo por teléfono.
            La puerta de la calle siempre estaba abierta. Cuando empezaron a poner los porteros automáticos a finales de los setenta ya no vivía allí. Llamábamos al timbre o dábamos un grito para que nos abriesen antes de llegar. No nos gustaba esperar. Subíamos corriendo. Encontrarse con alguien que te interrumpiese el intento de batir el record era un fastidio. Bajar era una gozada. Podías hacer el tramo entre rellano y descansillo en dos saltos. Los golpes al caer se oían por todo el edificio.
            La vez que subí más rápido fue cuando ya estaba crecido, en la mili. Era la semana anterior a la subida a Montejurra, en el setenta y cinco, un año antes de la tragedia. Mi calle, la más larga del barrio, solo tiene portales en un lado y la numeración es seguida, del treinta y uno al cuarenta y dos, con un espacio libre muy ancho entre el treinta y ocho y el treinta y nueve. Una acera de metro y medio, la calzada como para dos coches holgados, una zona de tierra con árboles de unos dos metros y otra acera similar a la primera conforman el espacio de las calles del Barrio San Pedro que no dan a la plaza. Era de noche. La una o así. Entré por el lado sin portales, a la altura del treinta y ocho y me pasé a la zona iluminada. Enseguida me percaté que enfrente de mi portal, el treinta y seis, había dos hombres con gabardinas apoyados en la pared, bajo la penumbra de una acacia. La pinta de polis o de fachas no se las quitaba nadie. Cuando iba por el treinta y siete salieron a la tierra dándome el alto. Eché a correr, pulse el timbre a la vez que gritaba y entré en casa, un segundo piso, antes de que los de las gabardinas llegasen al primero. Mi madre, que estaba al tanto, cerró la puerta y me indicó que no hiciese ruido. Por lo visto jadeaba como si me fuese a salir el corazón por la boca. Los hombres aporrearon la puerta de mi vecina ordenando que abriese. Habían visto entrar a su hijo y si se negaba traerían una orden de detención también contra ella. María, con voz llorosa, les decía que su hijo no estaba. Con la luz apagada nos fuimos a la cocina y desde la ventana pudimos ver a los dos polis meterse en un coche aparcado un poco más abajo. Al rato nos apartamos de la ventana porque no merecía la pena seguir allí ya que teníamos claro que no se iban a marchar. Mi vecino, el hijo de María, y yo éramos de la misma edad y de una complexión parecida,  aunque él se libró de la mili por una sordera que no le impedía bailar como dantzari en el Muthiko. El caso es que la poli pilló a una célula carlista pegando propaganda por Pamplona y detuvieron a todos, menos a Alfredo, que corría y saltaba como las cabras (hacía el tramo largo de escalones en un brinco). A los días se entregó negándolo todo y creo recordar que no llegó a juicio.
            Competíamos por subir sin poner el pie en los escalones, agarrados al barandado o apoyándonos en los zócalos escalonados de las paredes. Las escaleras no eran solo para subir y bajar, eran para estar. Tan pronto jugábamos a cartas o a tabas sentados en el suelo, como jugábamos a balonmano con una portería en el descansillo y la otra en el rellano, hacíamos comedias utilizando los escalones como grada o Kurriños en la ventana del entresuelo y el primero con los espectadores en la calle.
            Mi tío Luis, el tío que daba los mejores consejos a la vez que decía que no hiciésemos lo que él hacía, solía subir la bici hasta el rellano de nuestra casa para que no se la robasen. Yo dormía con él en la primera habitación y le oía llegar. Era muy alegre. A veces venía un poco más alegre y la escalera se le hacía estrecha.
            Casi siempre entro por el garaje. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para parar el ascensor en el portal y mirar el buzón. Solo encuentro recibos. Nadie me escribe.

Comentarios

  1. Hay nostalgia de lo que no volverá. Nostalgia, sobre todo, del tiempo que se nos va de las manos. Pero es hermoso el recuerdo de lo que merece ser recordado. O tú lo haces hermoso.

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  2. Hemos cambiado tanto que las cosas ya no nos sirven como nos servían.

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