Metafísica doméstica




               Después de cerrar la puerta de casa tengo la certeza de que el mundo mundial pasa a un segundo plano y las cuatro paredes y sus divisiones para espacios distintos condicionan mi ánimo. No me encuentro igual si estoy en mi dormitorio o en otro, en la cocina, en el baño, en el pasillo o en el salón. En poco espacio puedo  estar sentado, tumbado o de pie sin mayor problema. Por el pasillo paso, en el dormitorio duermo, viendo la tele en el salón dormito y donde hay baldosas, como hay grifos, lavo. Puede parecer una chorrada, pero es algo que trasciende de lo estrictamente físico y se ubica en un plano metacasa. Un plano en el que Arguiñano y otros vascos ofician como cardenales de esa transubstanciación de lo más terrenal a lo más divino sin que a nadie le sorprenda.
            Me pongo una casulla, de las clásicas, con forma redondeada (un delantal por delante y por detrás, encima del alba que viene a ser el pijama). Anudo el cíngulo que tiene la mandarra y me pongo manos a la obra para oficiar el sagrado rito de consagrar (si me salen las cosas mal me consagro yo) los productos que la tierra nos da y que nosotros nos metemos en el buche. No soy partidario de lo precocinado  o congelado, prefiero las hostias elaboradas por uno mismo.
            A diferencia de alguna moderna que coloca la tableta en una esquina de la encimera y sigue las instrucciones que salen en You Tube, yo soy más primitivo y prefiero tomar nota mental de la receta o, en el peor de los casos, apuntarla en un papel. Así no guarreo la pantalla. Conozco una sacerdotisa que coloca el libro de recetas en un atril y marca la hoja con una cinta. Lo hace igual que los sacerdotes. Hasta levanta los brazos cuando lee (otra que entrecomilla lo que hace).
            Para la liturgia soy un poco heterodoxo (hereje según mi madre) y cocino según mi credo. Me gusta tener todo lo que voy a cocinar a la vista porque se me suelen olvidar las cosas (la sal, una especia...). Como cocino de espaldas a la mesa procuro no dejar nada en ella y me apaño poniendo todo en la encimera. Tampoco soy muy de picar o preparar algo mientras se hace otra cosa. No me da tiempo y se me termina quemando lo que tengo al fuego. Admiro a los sacerdotes que cortan las cosas a toda velocidad. A pesar de ser un poco lego en esto, yo, como Arguiñano y los tonsurados católicos, canto, sobre todo si la cosa marcha.
            A la mesa procuro cubrirla con un mantel para darle relevancia a la comida y en algunas ocasiones hasta pongo velas (el cirio me parece fuera de lugar y más con los que estamos teniendo por el tema de la corrupción). Creo que un buen método contra  la descomposición política sería  poner un congelador, un purgatorio donde meter a los presuntos para que no se pasen. Tengo que recordar que los políticos son perecederos y hay que comerlos, a ser posible, en fresco.
            Algunas veces, por necesidades del guión o enfriamiento del condumio, utilizo el microondas. Lo tengo alto, colgado de un armario elevado. Tantas veces hice de monaguillo que no puedo evitar pensar que el microondas es un sagrario. Como el cura, abandono la mesa, abro la puertecilla del tabernáculo, saco el copón en forma de plato, lo coloco en la mesa e invito a los presentes.  Bueno, igual, igual que el cura, no, que quema. El electrosagrario es divino porque en su interior las cosas se calientan sin fuego. Dicen que son unas ondas electromagnéticas, pero no me termina de convencer ese argumento ateo. Creo que es un milagro. ¿Quién cocinó la última cena? Posiblemente era precocinada y utilizaron un microondas espacial. El sol no pudo ser porque era de noche.
            En la sobremesa nos damos la paz y nos convocamos para otro día.
Nota: los móviles están prohibidos. La comunión es sagrada.

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