Salida y llegada


Llovía con ganas. Bajé Atocha a paso ligero para mojarme lo menos posible, pero cuando entré en la estación el pantalón se me pegaba a las pantorrillas y lo notaba pesado. Al final de una fila de asientos alineados con el alargado jardín tropical del centro encontré uno libre y me senté dejando el paraguas abierto para que escurriese. Saqué de la mochila mi biblio y retomé la lectura de El secreto de la modelo extraviada de Eduardo Mendoza que había dejado señalada el día anterior. La bulliciosa familia que tenía a mi lado se marchó con prisas porque, según dijo el padre, el tren para Valencia ya estaba en la vía. Sentí frío al quedarme solo. Al rato, un señor de cierta edad y modestamente vestido se sentó cerca. Colgó el paraguas en el respaldo del asiento que nos separaba, sacó del interior de la gabardina un cuaderno, lo abrió y desplegó una hoja de papel de carta de los de antes. Apoyó el cuaderno  sobre las piernas, planchó la hoja con las manos, cogió un bolígrafo y se puso  a escribir. Tenía una letra limpia y firme. Escribía de corrido, con ganas. Tuve la impresión de que se había aislado de tal manera que ni los ruidos ni el ir y venir de la gente le sacaba de su mundo. Para concluir firmó mirando al infinito, guardó con cuidado el bolígrafo en un bolsillo interior y se dedicó a enrollar la hoja sobre sí misma. Consiguió dejarla con un diámetro como el de un puro. Cuando al dejar de hacer presión la hoja mantuvo su forma cilíndrica, me miró con confianza.
–Le escribo todos los días. Espero que el viento se la lleve rodando, que una paloma la deje en sus manos, que una campana la lea y se lo cuente a todas las campanas del mundo. Tengo la esperanza de que sepa que la quiero, incluso cuando yo haya muerto.

Se levantó y me saludó con la mano. 

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Ascensor Social

La casa de Tócame Roque

Txistorra al curry