Empatía


Fui a Santa Cruz de Tenerife para dar un pequeño curso sobre interculturalidad. Por lo visto, a los responsables de educación del cabildo les gustó mucho la ponencia que di en Madrid sobre escuela inclusiva en el congreso "DE LA EDUCACIÓN SOCIOEMOCIONAL A LA EDUCACIÓN EN VALORES".  
La primera parte, antes del descanso para el café, estuve desmontando los tópicos que patean la integración de las personas inmigrantes y que en la escuela se materializan con falsos barnices educativos. Remarqué las diferencias que existen entre adultos y escolares a la hora de entender el mundo. Los mayores pueden ser racistas, los menores no. A los críos les podemos inculcar la xenofobia de la misma manera que les metemos el miedo al hombre del saco, pero si conviven en el colegio con compas venidos de otros lugares se vacunan contra el miedo y disfrutan sin prejuicios. Les puse el ejemplo de una clase de lo más diversa donde la profesora les hizo leer un cuento sugerido por el profesorado de primer ciclo para trabajar la diversidad. En el cuento hay un bicho que es diferente al resto de sus semejantes. Tiene pintas en la piel. El no lo sabe. Actúa como todo el mundo y hasta con más entrega porque en algunos momentos se siente excluido por los otros bichos del pueblo. Por razones desconocidas los bichos van cayendo enfermos. El diferente no padece la enfermedad y sana al resto. Para reconsiderar el cuento se proponía un cuestionario. Empezaba la reflexión con una pregunta que, si era afirmativa, como cabía esperar, daba juego para seguir analizando el asunto: ¿hay en tu clase niños o niñas diferentes? Se miraron unos a otros y casi al unísono respondieron que no. Sara, la profesora que me lo contaba, era de la misma opinión. Se acabó el cuestionario.
Confieso que disfruté mucho provocando un encendido debate entre la mayoría de los asistentes. Rascar en lo que hacemos para descubrir el etnocentrismo que subyace en las actuaciones educativas de nuestras escuelas es jodido, pero necesario. Si no ponemos patas arriba lo que hacemos es difícil progresar.
Como el debate estaba al pilpil seguimos dándole al asunto en la cafetería, eso sí, en pequeños grupos. Cuando ya nos encaminábamos para la sala, una joven de veinte y pocos, que estaba en otro grupo, se me acercó con una expresión franca de alegría.
—Me identifico de principio a fin con lo que has expuesto. Todo lo que has dicho, de una u otra forma, me ha pasado a mí.
— ¿Sí? Pues no has participado en el debate. Bueno, como luego lo retomaremos...
—No he podido. Me he quedado en blanco.
Un poco asombrado me encogí de hombros mostrando mi deseo de escucharla.
—De pequeña, cuando paseaba con mi madre todo el mundo me miraba. En los colegios a los que fui los primeros días lo pasaba fatal. Las profesoras me cosían a preguntas, cosa que no hacían con las demás chicas. —¿De dónde eres? —De León. —¡Ya! ¿Pero tus padres? —De León. Ante mis respuestas ponían cara de incredulidad y terminaban dejándome por imposible. Se rumoreaba que yo era adoptada hasta que conocían a mi padre. Entonces el cotilleo tomaba otro color y se recreaban en el morbo.
—Lo entiendo.
—Este es mi primer año como maestra. Estoy en tres años y la verdad es que disfruto mucho. Como decías antes, aprendo más que ellos. Al mes de empezar el curso fui llamando a las familias para comentar cosas de los críos y establecer cauces de colaboración en un clima de confianza. La hija de la primera familia que llamé es una niña encantadora, salada como ella sola. Cuando llevábamos un buen rato charlando, la madre, que estaba más callada que el padre, me dice: te quieres que creer que Iraya nos cuanta lo bien que se lo pasa, que llevas unos pelos muy divertidos, los vestidos que te pones,  te imita haciendo de profesora con las muñecas... y nunca nos dijo que fueses negra.
Me quedé con la boca abierta.
—Es precioso. Si lo cuentas será la mejor lección que se puede dar en un cursillo como este. Pero tranquila —le dije al ver que se ruborizaba—. No voy a repetir el calvario por el que te hacían pasar en los colegios. De todas formas, gracias por contármelo.
—Gracias a ti por haber descrito mi vida y, sobre todo, por tu lucha para que no se repita.
Aprendí mucho en aquel cursillo.




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