El sistema



Cuando tengo algún problema de recibos o similares con alguna compañía grande, de las que no atienden en persona y tienes que llamar por teléfono, me pongo del hígado. Poco a poco estos monstruos se han cargado al personal de las oficinas poniendo un entramado telefónico que hace imposible resolver los problemas. Dicen, los muy cabrones, que el nuevo sistema facilita la gestión porque lo puedes hacer desde casa, sin perder el tiempo yendo a la oficina y haciendo cola. No se lo creen ni ellos. El motivo es más potente ya que a esas empresas les importa un comino mi tiempo. Si fuese así, la solución a los problemas sería rápida y no como es ahora, que empleo horas pulsando el uno si soy cliente, el dos si lo quiero ser, el tres si soy extraterrestre y una vez pulsado cualquiera de los tres me pide que siga pulsando otros o una almohadilla si no sé qué coño soy. Este sistema lo imponen para que perdamos los nervios, nos cabreemos, hablemos solos, no les pongamos cara, no compartamos nuestros problemas en la fila de espera y, en definitiva, para que nos rindamos. Unidos podemos ser peligrosos. ¿Para ahorrarnos tiempo? ¡Y una mierda! Para que terminemos en la farmacia. Prefiero hacer cola que liarme a golpes con mi sombra y terminar con la autoestima por la tarima, como dice Javier Krahe. 
El otro día volví a pasar por esa experiencia y he necesitado ayuda sicológica para salir del pozo. Me recomendaron, unas amigas que hacen la cosa esa de mindfulness en un gimnasio y antes se hacía en la iglesia o en cualquier sitio sin ruido, que reconsidere mis prejuicios, descodifique los mensajes orales y los contextualice en un mundo virtual. Pero para un ser como yo, del siglo pasado, me aconsejaron poner mi experiencia por escrito, verbalizar para sacar los demonios. Pues allá voy.
Marco el primero de los números que salen en el membrete de la factura. Después de estar atento, atento, cuelgo porque no tengo claro a qué grupo pertenezco, no sé quién soy y no quiero pulsar un número equivocado. Cuando creo que ya lo sé y soy capaz de sintetizar mi problema en modelo Jesulín, vuelvo al tajo. Al llegar a mi grupo dice que pulse "tres". ¡Joder! ¿Cómo lo voy a pulsar si no tengo teclado? Cuelgo. Vuelvo a llamar y miro con atención la pantalla, toco un icono y aparece el teclado. ¡Toma ya! Pulso el tres. Me piden unos datos que desconozco. Cuelgo y me estudio la factura por el derecho y el revés.
Como el estudiante que se presenta a la repesca después de corregir los fallos, vuelvo a hacer lo mismo con todos los datos a mano y supero los obstáculos sin ayuda del comodín del espectador. Al sonar el teléfono dice que todas las operadoras están ocupadas y pone una musiquilla de espera. Cada medio minuto la vocecita desagradable dice que siga a la espera. Transcurrido un rato y medio cuelgo. La oreja me quema. La refrigero con agua fría.
Espero un poco y retomo el asunto con el mismo resultado, pese a cambiarme de oreja. Suspendo la audición de la musiquilla desquiciante. Miro en internet la web de la empresa y, después de enredar por las distintas páginas, anexos y separatas pillo un teléfono de atención. El proceso cambia, no tecleo, hablo. En la primera ocasión que doy mi nombre carraspeo y no me entiende. Me pide que lo vuelva a decir. Cojo aire y, por los nervios, saco una voz de pito estupenda. Sorprendentemente paso la prueba. Me pide el número de contrato. ¡Vaya por Dios!, lo que me pregunta no sale en el temario. Miro y remiro deprisa. Tonto de mí, como si hablase con una persona, le pregunto que dónde aparece el dichoso número. Me responde que ese no es y se calla. ¡Joder! Cuelgo, pero no me desahogo porque en los móviles solo hay que pulsar; si llega a ser de los de antes lo estampo contra el soporte. Le meto una que se entera hasta el del tercero, vivo en un quinto. Voy a la cocina, bebo agua y vuelvo al lío.
Llego a lo del número de contrato enseguida. Escucho con calma y, mira por donde, después de "número de contrato" hace una pausa y sigue con "en particulares se especifica con el número de cuenta". Está visto que me precipité, las prisas son malas consejeras. Pulso sobre el teléfono rojo porque me he acojonao al ver que tengo que deletrear mogollón de dígitos minúsculos para mi presbicia, a pesar de llevar gafas. A mano, en paquetes de cuatro cifras, las apunto en tamaño decente.
Retorno a llamar. Ahora voy a toda leche y leo todos los dígitos uno a uno. Musiquita de espera y por fin una voz femenina se presenta y me pregunta por el motivo de la llamada. Me quedo helado. No sé por dónde empezar. Con un hilo de voz digno de Gracita Morales le digo que quiero cambiar la domiciliación de los recibos. Pregunta por mi nombre. Se lo doy. En un tono dulce y sandunguero suelta, llamándome por mi nombre de pila completo, que no puede resolver el problema; la compañía se fusionó con otra el año pasado y ha cambiado la gestión. Además, no aparezco en la base de datos y posiblemente el suministro lo haga una empresa subcontratada. –¿Y qué puedo hacer? –pregunto. Me recomienda consultar una web con un nombre rarísimo. Le pido que lo deletree y lo deletrea. Cuelgo.
Repaso la web para encontrar un dichoso teléfono. Nada. Al final de la página, en un rincón, aparece un icono de correo. Pulso y me pide mi dirección y contraseña. A la tercera que sale en rojo el rectángulo de la contraseña y un mensaje diciendo que no es correcta, lo mando a la mierda. Tengo el impulso de volver a llamar al número de antes para decirle que no hay número de teléfono que llevarme al dedo. Me freno porque no me va a coger la misma operadora y a la nueva le tendría que contar otra vez todo el rollo. Además no me atrevo a decir bien todo el mogollón de números de la cuenta, seguro que me equivoco.
Harto de poner a prueba mi paciencia decido tomarme un descanso y me voy a la compra. Al pesar en la báscula unas manzanas no le doy a la tecla sesenta, le doy a la seis y a la cero. Sale una etiqueta de pimiento verde. Vuelvo a repetir la operación y vuelven los pimientos. Pienso que está estropeada. Voy a otra. Esperando me percato del error. Tengo que enfriarme cuanto antes si no quiero terminar cazando moscas.
Una vez en casa me armo de valor. Vuelvo al principio del principio, a marcar el primer número que sale debajo del membrete de la factura. Llego al sonido de espera en un santiamén. ¡Joder! Suena la voz más dulce que se pueda oír. Se presenta y pregunta que qué deseo. Respiro hondo para que no note mi nerviosismo y desesperación. De la forma más educada posible y con un tono afable me limito a decirle que deseo cambiar la dirección de los recibos, no le cuento nada más, no le digo el motivo, ni la tragedia personal por la que atravieso para ser escuchado. Dándole los nuevos datos, me ruega que vaya más despacio porque el programa no marcha como debe. ¡Vale! Repito todos los datos a trote cuto, como dictando a los críos de segundo. Quedo en espera. Transcurrido un buen rato, dice: SIENTO COMUNICARLE QUE EL SISTEMA SE HA CAÍDO. DEBERÁ VOLVER A LLAMAR EN OTRO MOMENTO. No pongo lo que dije porque no sé cómo poner en dos líneas tanta frustración sin perder los papeles. Por otra parte, las gentes del  mindfulness me dejaron claro que la violencia verbal no sirve para resolver los problemas personales, los complica. Así que nada más colgar solté todo lo que me salía. En plan positivo reafirmé mi convicción antisistema y puse a parir al capital. La pena es que no se cae todo el sistema, solo se cae la mierda de internet. Y seguro que lo hacen adrede.
Haciendo caso al mindfulness saco pecho, hago giros de cabeza, suelto los brazos y cierro los ojos para visualizar la victoria. Supero los obstáculos con seguridad y firmeza. Oigo la voz clara de la operadora.
–Antes de empezar me gustaría saber cómo está el sistema. Es que antes he llamado y después de todo el rollo, al final, se ha caído. No lo he tirado. Yo no he hecho nada –le digo con franqueza.
–No se preocupe. Deme su nombre... la nueva dirección... ¡Ya está! Se han efectuado las modificaciones. Dentro de unos minutos recibirá una llamada para que usted evalúe el servicio prestado.
–Mejor que no me llamen. Estoy de muy mala leche y lo único que quiero decirles es que este sistema es una mierda. No usted o las otras compañeras, que son unas explotadas, sino el sistema de atención. Las preguntas son para evaluarle a usted, no al sistema. Y lo digo tranquilamente porque sé que están grabando la conversación. Que se enteren. A usted y a todas sus compañeras les pongo un diez.
No me han llamado. Ya veremos si llega el recibo.
Esto de reflexionar es estupendo.

 

Comentarios

  1. ¿A quien no le ha tocado pasar por este trance? Contigo me he reido un buen rato, cuando me paso a mi no.

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  2. Me alegro mucho por haberte hecho pasar un buen rato. Gracias.

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  3. Juanjo, has conseguido que me ría como hace mucho que no lo hacía (¡toma rima!). Eres un santo; a Job lo deberían jubilar. He pasado por trances semejantes y te aseguro que mi paciencia no llega a la altura del zapato comparada con la tuya. Un abrazo. P.D.: a ver si se nos ocurre algo para joder a esa mafia.

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