Vías vivas
Me
gusta el silencio dormido de las madrugadas. En la estación, los habituales
caminan con paso firme. Los esporádicos miramos aturdidos las pantallas,
sacamos el billete del bolsillo, releemos para confirmar la hora y los minutos
exactos de la salida y miramos el reloj grande que hay encima de la puerta
principal. Un grupo de trajeados en azul oscuro y negro, después de saludarse y
sonreír, salen a fumar. Se mueven igual, gesticulan igual. Una pareja joven se
levanta con desgana de un banco cercano al radiador. Caminan dormidos. En el
bar no hay mesas libres, pillo un hueco al fondo de la barra. En el suelo se amontonan
servilletas de papel retorcidas y fundas de azúcar.
La
señora que lee el código de barras de los billetes me saluda muy amable y me
indica el vagón número tres. Es el último. Dejo la mochila en la parrilla
después de sacar el móvil y mi cuaderno de notas. El book no lo toco, ¿para qué si voy a quedarme frito a las primeras
de cambio? La cazadora la sigo llevando puesta porque tengo frío. Me da que
estoy a las puertas de un resfriado cojonudo o de una gripe. En el asiento de
enfrente la pareja zombi duerme plácidamente. El chico ha colocado sobre la
ventanilla un bolso que le sirve de almohada; ella, que es más pequeña, está estribada sobre él.
Dos
matrimonios maduros entran alborotando. Dejan lo maletones en el aparador de la
entrada del vagón y se sientan a mis espaldas. No callan. Deduzco que van de
vacaciones. A mi lado aparece un modorro que nada más sentarse abre el
portátil, saca el teléfono, le enchufa unos auriculares enormes, se los
encasqueta y se pone a teclear. No ha dicho ni mu.
Despierto
en medio de no sé dónde. El vagón está lleno. Los tortolitos siguen en su mundo.
Las parejas bulliciosas viajan a Punta Cana. El modorro chatea. Sigo teniendo
frío. No sé por qué, pero intuyo que aún seguimos en Navarra, me da. Llegamos a
Tudela. He tenido un sueño intermitente en el que la mitad de mi cuerpo se
quedaba en casa. Se separaban como las bolas de mercurio. La de casa seguía en
la cama haciendo planes; la mía estaba abandonada a la Couldina. Ya sé que es
un medicamento de chichinabo, pero como no suelo tomar remedios me hace efecto.
Siento
dolor en el cuello. Abro los ojos y advierto que la gente duerme. Los campos están
vacios del todo. Por la ladera de la sierra cercana corren las sombras de las
nubes acariciando su ondulada piel. Viajar en tren es un fastidio porque solo
puedes ver por los laterales; sin embargo, en el autobús te percatas del camino
que vas a recorrer. En la carretera hay señales que te orientan, te ubican;
cuando viajas en tren solo te sitúas por los letreros de las estacione. Nadie
hace caso a la película de fondo de armario que proyectan en la tele. El
cristal está helado. El sol calienta por babor. Ojeo el móvil, anoto
observaciones en mi libreta, trato de juntarme a mi otra mitad y me vuelvo a
dormir.
Despierto
entre muros grafiteados, cercas oxidadas, vagones roñosos, naves industriales,
viviendas deslocalizadas, vías muertas y almacenes de tren. Estamos en Madrid. El
Modorro pliega todo, Romeo y Julieta remolonean sin disimulo, los viajeros a
Punta Cana se reactivan. Espero a que se despeje el vagón. Bajo la mochila,
guardo el móvil y el cuaderno de notas, me coloco la gorra irlandesa, me
enrollo la bufanda y salgo tranquilamente. Hace mucho frío.
Subo
por las escaleras automáticas, cruzo la zona de aparcamiento, entro en el paseo
cubierto y me sitúo en un lateral de la cinta automática para dejar paso a los
que llevan prisa. Los arcos de la bóveda y los laterales repiten una y otra vez
la necesidad de hacerse un seguro de vida, de salud, de atención médica, dan la
posibilidad de atención en línea, en viaje, de obtener información de tu estado
por una aplicación, pediatras acariciando niños, familias felices gracias al
seguro de una empresa azul y blanca. Solo faltan los ángeles entre algodones.
Esta cutre capilla aspirina de la memez agrava mi estado. Cuando llego a la
vieja estación de Atocha tengo la sensación de viajar en el tiempo. El
ladrillo, los contrafuertes metálicos, las ventanas y puertas adornadas me
reconfortan con la arquitectura. Es un templo. Vuelvo a la zona comercial y oscura
hasta localizar el mostrador de los trenes regionales. Me leen el billete y
bajo a los infiernos. El frío se acreciente por la corriente de aire que sube
desde los andenes. Hago tiempo paseando por la zona menos aireada. El tren con
destino a Badajoz está en el andén diez. La gente acelera. En las empinadas escaleras
automáticas se forma un tapón. No tengo prisa. Al llegar a bajo me doy cuenta
de la causa del tapón: hay infinidad de piezas de puzle. Al pie de la papelera
está la caja.
Para
subir al vagón hay un gran desnivel. Le ayudo a una señora y cuando ya está
arriba le subo su maleta roja. Es alta, se mueve con mucho estilo, tiene un
aire de saber estar que me llama la atención. Habla un castellano muy dulce con
acento portugués. Ante mi pregunta de su origen me dice que es brasileña y que
va a pasar un tiempo en Cáceres. Una familia dominicana, deduzco por su aspecto
y nivel de voz, se enzarzan en una discusión por la ubicación de los asientos. Se
han confundido. Han subido al tren antes de lo debido. La abuela insiste en
bajarse para ir más cómoda arrastrando las maletas y bultos por el andén; la
hija quiere ir por los pasillos ya que le ha costado una barbaridad subir,
tiene miedo de que salga el tren y las deje abajo; con mucha gracia y
aspavientos da a entender que se le puede rasgar el pantalón por la
entrepierna; el nieto, un tanto barrilete, come patatas fritas y les pide
decisión. Emprenden viaje por el pasillo.
Parece
que la gente de este vagón es usuaria habitual porque manifiestan, una tras
otra, sus quejas contra Renfe y la necesidad de un tren digno para Extremadura.
Una señora comenta que la calefacción no funciona si el tren no se pone en
marcha. Las máquinas se estropean mucho, la calefacción o el aire acondicionado
se averían cada dos por tres, la comodidad brilla por su ausencia y la
velocidad es de carreta. Un hombre con pinta de saber del tema dice que la vía
de tren extremeña no está electrificada y que pondrán máquinas diesel un poco
más rápidas. Muchos kilómetros tienen traviesas de madera traídas de la Guinea,
siglo y medio antes de que dejase de ser provincia española. Un muchacho dice
que por los retrasos él ha recuperado bastante dinero de los billetes. En
octubre viajó ocho veces y pagó como por cinco. Un día se retrasó una hora y le
salió gratis. Yo les digo que siempre que he viajado he llegado con retraso; el
cuatro de agosto media hora tarde y casi todo el viaje con el aire
acondicionado jodido. Alcanzamos los cuarenta y tres grados.
Hoy
es veintiocho de diciembre, los Santos Inocentes, y me viene a la memoria la
novela de Delibes. La plataforma extremeña por un tren digno ha utilizado el
cartel de la película para denunciar la situación.
El
tren cruje. La calefacción no funciona bien. Sale aire frio de una tobera
situada encima de mi cabeza. Como hay muchos asientos libres, cambio de sitio.
Me siento cerca de un hombre que va en camiseta. No puedo dormir. Tomo apuntes
y garabateo hojas. El tren no coge velocidad por el gran número de estaciones
que hay en Madrid. Desde mi asiento veo la cara desconchada de los pueblos,
fachadas sin lucir, vertederos incontrolados, barrancos desnudos, desvencijadas
tapias con grafitis descoloridos imposibles de leer, plásticos atrapados en las
ramas de los árboles, huertas delimitadas por somieres y tablas de muebles,
traseras de polígonos industriales con naves anónimas y casetas de hojalata.
Los carteles publicitarios están de espaldas al tren, las gasolineras no
existen, todo está lejos, también el cielo. Voy a estribor, el sol me da de
lleno y no me deja leer. Bajo la cortinilla, pero la vuelvo a subir. Es mejor
la caricia del sol que la lectura. Me adormezco viendo el monótono paisaje de campos
secos y llanos. El tren se me antoja una
mecedora y me reencuentro con mi otra mitad.
Sube
una mujer con una maleta no muy grande. Se despide, saludando con la mano, de
un señor mayor que le corresponde emocionado. Me da pena. Esta solo en el
andén. Se apoya en un bastón y se cubre la cabeza con una gran boina. Es una
estación en la nada. La mujer intenta subir la maleta a la parrilla. Acepta mi
ayuda y la coloco con dificultad. Pesa. Deduzco que es profesora y en la maleta
lleva libros.
No
hay letrero que me dé la bienvenida a Extremadura. Lo adivino cuando empiezan
las extensiones de olivares y dehesas salpicadas de alcornoques y encinas. Kilómetros
y kilómetros de alambradas marcan las propiedades. Cabalgo por los campos sin
dirección y vuelo por encima de las suaves montañas por el mero placer de
sentir el silencio. La calefacción deja de funcionar. El de la camiseta se arropa
con un chambergo verde. Tengo frío. Me pongo la cazadora y la gorra.
Plasencia.
Ya falta menos. No vamos mal de tiempo. Al llegar a Plasencia el tren rebota y
va de espaldas. Me cambio de asiento para ir de frente. Me gusta adivinar el
paisaje. La brasileña hace lo mismo que yo y se sienta a mi lado pidiéndome
permiso. Le agradezco su deseo. Nos presentamos. Se llama Clarice. El paisaje
se vuelve abrupto y rocoso. El tren serpentea despacio, ciñéndose a los
desmontes. Los ríos bajan lentos y escuálidos; los canchales brotan de la
tierra. Clarice se emociona. Le miro preocupado.
–No
es nada. La primera vez que vine fue con mi marido, en el ochenta. Era de aquí. A los cinco años de casados vinimos
porque su mamá se moría. En los dos meses que estuvimos me enamoré mucho más
que cuando le conocí en Río. Esto es hermoso. Traigo sus cenizas en la maleta
para esparcirlas en los lugares que él me encomendó.
A
pesar de llorar para adentro, saca un pañuelo y simula secarse los ojos con
suaves toques. Le pregunto cómo se conocieron. Todo tuvo que ver con una
sociedad deportiva y cultural de clase alta –no recuerdo el nombre–. EL padre
de Clarice tenía una fábrica de tejidos en Sao Paulo y pudo dar estudios a sus
cinco hijas, no tuvo hijos conocidos. Ella estudió en la universidad algo
parecido a comercio o empresariales. Como le gustaba mucho el deporte,
cualquiera, pasaba mucho tiempo practicando de todo. Por una amiga se enganchó
al tenis. Las sociedades eran un lugar de encuentro muy importante. Se daban
conciertos, conferencias, se organizaban campeonatos deportivos, bailes... disfrutaban
de la sociedad a la par que su padre las tenía controladas. Manuel, su difunto
esposo, trabajaba en una sociedad del mismo estilo en Río de Janeiro. Era como
un gerente o un administrador. No practicaba ningún deporte. Era muy culto
aunque nunca pisó la universidad. Hablaba español y portugués desde pequeño. Estudió
en un colegio de frailes en Vizcaya, creo. Se salió antes de cantar misa y como
en Cáceres no había trabajo se fue a Brasil. El club de Río era muy de
españoles y, por medio de un fraile conocido de él en España, se colocó. En un
campeonato de tenis que organizó el club de Manuel, en la fiesta final, se
conocieron. El amor hizo el resto.
Ya
estamos en Cáceres. Le ofrezco ayuda a Clarice, pero, muy agradecida, me dice
que un sobrino de Manuel le espera en la estación. Me despido deseándole lo
mejor y agradeciéndole su compañía. Sonríe y me pide perdón por las molestias.
–Nada
de eso, Clarice. Ha sido un placer.
Sara
me espera en el andén. El sol calienta. Estoy recuperado.
Repasando tu Chinchorro he descubierto esta joya. La he disfrutado.
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