Gilmer V
Cogimos camarote en el Gilmer V. Un barco relativamente nuevo con una gran cubierta que cruzarla, para llegar a la superestructura de dos cubiertas abiertas para hamacas y camarotes, era una aventura por un sendero al pie de una montaña de chatarra, una torre de tablones enormes, un laberinto de cajas, maquinaria agrícola, pilas de racimos de bananas y sacos de sal.
La verdad es que viendo los barcos y balsas de alrededor, el Gilmer V era digno. Nada más acomodarnos, es un decir, se puso en movimiento, pero no para seguir el curso del Huallaga, no, para remontarlo. El asunto era sencillo, volvía al gran puerto de Yurimaguas, al que habíamos ido nosotros por primera vez. Durante el trayecto me vinieron a la mente las imágenes hiperrealistas y descarnadas que se me clavan cuando veo una ciudad desde un tren o desde una barca. Es como ver la parte trasera de un decorado. La Yurimaguas que da al río es marrón, silenciosa, desordenada, con barquitas y canoas durmiendo de costado sobre la tierra. Todo el colorido de las fachadas, el ir y venir de la gente, el bullicio de los niños y el petardeo de los motocarros había desaparecido. El puerto principal, como todo el suelo de Yurimaguas, también era de tierra con mucho jaleo de motocarros, camiones y gente que se busca la vida como si no hubiese mañana.
La mayoría de los puertos del Amazonas no tienen una zona de protección para los barcos. Suele ser una orilla limpia de vegetación sin dique alguno. El barco enviste contra la tierra y encalla. Si va a permanecer un tiempo para cargar o descargar material, los estibadores clavan unas estacas en la orilla y lo amarran. El andén es de tierra suelta que el agua va comiendo a su capricho. En los meses que el rio disminuye su cauce, la cubierta del barco queda muy lejos del andén y se comunica con el puerto por una improvisada pasarela de un tablón que se apoya por su peso en el borde de la cubierta del barco y se clava en la tierra. Si el suelo está mojado, cosa habitual, la subida por el terraplén, para los guiris como nosotros, suele ser difícil y es normal terminar en el suelo o en el agua. Pasar por un tablón en cuesta, de unos cuarenta centímetros, mojado y con barro, también tiene su cosa circense. Los lugareños lo hacen descalzos, con cargas de todo tipo y a una velocidad pasmosa.
Nada más atracar nos anunciaron que la salida se demoraba veinticuatro horas y que, como ya habíamos pagado el billete, teníamos el alojamiento gratis. Nos acomodamos en unos camarotes de las dimensiones justas para una litera de dos pisos, de uno ochenta por sesenta, y un espacio hasta la pared de otros sesenta (el justo para una puerta estrecha). Colocamos las hamacas en el centro de la tercera cubierta para que no les diese el sol a ninguna hora del día. Nuestras intención de visitar Yurimaguas se aplazó porque el espectáculo estaba en el Gilmer V. Una cuadrilla de unos veinte hombres terrosos y magros descargaba los materiales de la bodega y la cubierta. Un capataz controlaba los viajes que hacían los estibadores. Mal calzados y vestidos de calle, portaban materiales desde el barco hasta el andén donde los apilaban o los cargaban en los camiones que esperaban en las cercanías. Unos llevaban tres tablones de unos cuatro metros a la espalda. Otros hacían desaparecer la montaña de chatarra llevándola hasta unos camiones. Cargaban las piezas grandes sobre la espalda y las pequeñas y de difícil agarre se las echaban en unas tolvas de carretillas agujereadas y roñosas. Hombre, tolva y chatarra eran del mismo color. Hormigas marrones, como el agua de su gran río, que día a día se oxidan para sobrevivir. Me sorprendía que yendo con la cabeza baja no se chocase unos con otros. La lluvia convierte la ladera en un barrizal, pero la suben con firmeza y poco a poco van formando unos desiguales escalones. El capataz apenas da órdenes. Todo el mundo sabe su papel y todo se desarrolla en un ambiente relajado y festivo. Supongo que un día de trabajo es un buen día.
Nos fuimos a comer y siguieron trabajando. Por la tarde y hasta bien entrada la noche se dedicaron a cargar las cosas más diversas. El conjunto era un gran escenario iluminado donde se representaba una obra real y sin concesiones. Sacos de sal o de arroz de cincuentas kilos eran transportados de tres en tres. Los estibadores se colocaban dos sacos a la espalda, apoyados en un trapo sucio, como una bufanda cerrada que se sujetaba sobre la frente, y el otro saco lo abrazaban sobre el pecho. Cuando llegaban a la boca de la bodega dejaban caer el que llevaban delante, se daban media vuelta, se encorvaban y dejaban caer los otros dos. Ante la aparente fragilidad de algún estibador, llegué a pensar que se iba a romper el cuello. Piraguas o barquitos pequeños traían cantidades enormes de racimos de bananas. Se arrimaban por estribor y un estibador, en el mismo borde de la cubierta del Gilmer, se dedicaba a coger los racimos (entre treinta y cincuenta kilos) que le lanzaban desde las piraguas situadas a unos dos metros de desnivel. El espectáculo de descargar o cargar el barco de las más diversas mercancías se quedó en nada con el evento de subir al barco unas veinte vacas. Les prepararon un corral construido como con palés sujetos unos a otros con cuerdas y dos ligeros troncos por el aire, en diagonal, para fijar los ángulos. Colocaron una pasarela con pasamanos, como de un metro de ancho, para subir las vacas sin que se fueran al agua. Las lazaban de los cuernos y tiraban de ellas. En más de una ocasión la vaca se resistía a subir y tenían que pedir refuerzos para conseguir sacarla del agua, reducirla y meterla en el corral. En los tres días que duró la travesía les echaban para comer bananas y palos de caña. Una murió, según el capitán del barco ya estaba débil cuando la subieron, y su agonía fue contemplada por todos nosotros. Murió al atardecer y por la noche la sacaron del corral y la cubrieron con un plástico negro. Con el calor se formó un charco hediondo alrededor del cadáver.
Me encantan tus relatos, Juanjo, tu manera de contar las cosas tan cercana a la gente que observas. Lo de "hombre tolva y chatarra eran del mismo color", una maravilla.
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