De Iquitos a Leticia
A eso de las cuatro y media de la mañana ya estábamos buscando motocarros por unas calles cercanas al hotel con la intención de ir al embarcadero conocido como el “Huequito”. Llegamos con el tiempo suficiente como para comprar bebidas o comer un tentempié sobre la marcha. Hacía fresco y el cielo amenazaba lluvia. Bajando unas escaleras para llegar al rio nos encontramos con un pelotón de policía que cacheaba y hurgaba en los bolsos de los nativos. A los extranjeros, no sé por qué, nos dejaban pasar sin problemas. Había poca luz y uno de los polis miraba los pasaportes con una linterna sujeta en la boca. Se acercó la lancha rápida al muelle y la tranquilidad y modorra matutina se desperezó y todo el mundo se puso en movimiento. Fardos, cajas y mochilas se colocaban al fondo, en orden. Primero las que iban a Sta. Rosa y luego las de los pueblos anteriores entre los que se incluía San Pablo, el de la leprosería en la que Ernesto Guevara Lynch, el Che, trabajó tres semanas de voluntario y le marcó para siempre.
Para llegar a Santa Rosa teníamos dos posibilidades. Una, tres días en un barco parecido al que cogimos para llegar a Iquitos; dos, doce horas en una lancha rápida. La lancha era más cara, pero meternos entre pecho y espalda tres días de rutina y monotonía nos inclinó por la segunda.
La lancha era toda de metal, repintada mil veces, muy baja, cuadrada y con remaches por todos los lados. La línea curva y aerodinámica vino décadas después de su nacimiento. Tenía un aire clásico, como de película de los setenta, aunque por dentro estaba más deteriorada.
Nos sentamos en unos asientos de madera, cerraron la pequeña puerta por la que habíamos entrado, y el piloto, que estaba sentado en un “sillón” más alto que el nuestro, se santiguó y se puso a lo suyo. Los rugidos del motor, hasta enfilar el cauce principal del río, iban acompañados de unos crujidos metálicos, como si la lancha se desperezase y bostezase sin pudor. Una vez enfilados río abajo, mantener una conversación en voz baja era un tanto difícil. A lo anterior había que añadir unos chasquidos desordenados del chocar de la lancha contra el agua. Ya estábamos habituados al medio e incluso hasta disfrutábamos de aquella especie de atracción de feria, cuando se abrieron los cielos, se oscureció todo y el Amazonas se puso de mala leche. El techo se convirtió en un gran bidón golpeado por los de Mayumana después de una noche de farra y la lancha subía y bajaba, chocaba y aceleraba al antojo del río. La sensación de claustrofobia que nos acompañaba se multiplicó porque en un instante pasamos a viajar en un submarino. No sé cómo podía conducir el piloto porque no se veía nada. Yo, que me mareo en los caballitos, estuve apunto de echar las tripas. De la misma manera que vino se fue y todo volvió a la calma. No era cosa de ponerse a aplaudir y dar saltos de alegría porque le dabas al techo y además quedabas como un cagao. Tras parar en distintos pueblos el tiempo justo para cargar y descargar, llegamos a Santa Rosa a las cinco de la tarde.
Desde donde nos dejó la lancha hasta el puesto de policía había unos quinientos metros que hicimos en plan equilibrista por pasarelas de tablas y troncos para no meternos en el barro. Una vez sellados los pasaportes en la aduana, nos dedicamos a pulirnos los últimos soles de papel y a comprar los billetes para ir a Leticia en una pequeña barca. Las monedas me las suelo guardar de recuerdo.
En realidad, decir Leticia es decir Colombia, Perú y Brasil.
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