Leticia, Tabatinga y Santa Rosa


Leticia es una ciudad un tanto original dado que siendo colombiana está aislada del resto del país por la selva y es frontera con la ciudad brasileña de Tabatinga y la peruana de Santa Rosa, pero mantiene un orgullo colombiano muy fuerte que le da cierta distinción.

Sólo te percatas si estás en Brasil o en Colombia si te vas fijando en los letreros comerciales o si hablas con alguien del lugar. Aunque hay un algo, no sé qué es, que tiene que ver con la luz y el color. Algo te dice que estás en Colombia. Posiblemente sea el vil metal porque se ven coches nuevos, casas de ladrillo, hoteles muy arreglados, gente muy a la europea, mucho turista y, cómo no, motos y motocarros por un tubo. Más que en ningún otro sitio.

Según una madre colombiana que lleva su hija a la escuela donde yo trabajaba, cuando se enteró de que tenía intenciones de visitar Leticia me puso en guardia advirtiéndome del peligro de la juerga, las mujeres y los militares. Lo de la juerga y lo de las mujeres no me sorprendió, pero lo de los militares me mosqueó y le pregunté por el peligro de los militares. Hay muchos, son jóvenes, la selva y la distancia del hogar les vuelve salvajes y pendencieros –me respondió con firmeza.

Llegamos en plenas fiestas de la Confraternidad Amazónica y todo lo que me apuntó aquella madre lo pillamos en su punto álgido. Las tres ciudades participan conjuntamente en saraos deportivos, folclóricos, culturales y de juerga como si el fin del mundo estuviese cerca. Al atardecer, en la concha acústica, anfiteatro, del Parque Orellana se sucedían los conciertos de grupos locales de folclore colombiano, brasileño y peruano con el consiguiente agasajo a las autoridades competentes y a los benefactores que hacían posibles los eventos. Pero lo más de lo más, lo que anunciaban a todas horas era el concurso de belleza, la elección de la más guapa entre las guapas. Nos acercamos al anfiteatro para curiosear y nos largamos al poco porque, aparte de que estaba de gente hasta las cartolas, la ceremonia era lenta y pesada aunque la parafernalia y la implicación de la gente era espectacular. Lo que pasaba a nuestro alrededor, los comentarios de los espectadores y espectadoras respecto a las candidatas eran mucho más interesante que lo que acontecía en el escenario. Un señor piropeaba a su compañera –la mujer estaba lejos de los cánones de belleza que se juzgaban en el escenario- cada vez que la gente aplaudía a alguna candidata.

Junto al puerto había montada una ruidosa feria de barracas y, cerca, una zona de casetas con música a todo trapo y mucho alcohol. Como había que pagar una entrada decidimos pasar y alejarnos del peligro innecesario. Allí sí que había multitud de jóvenes con aspecto de haber dejado el enorme cuartel que hay camino al aeropuerto de Leticia. Eran las doce y la simpatía que mostraban tenía pinta de tocar a su fin de un momento a otro.

Las autoridades civiles y militares tienen claro que hay que velar por la salud y el orden y, en los puntos de mayor desmadre, ponían puestos de información sobre utilización de preservativos, consumo de alcohol y drogas en general.

A parte de repartir folletos, en una gran pantalla iban explicando las razones por las que hay que utilizar condón para evitar las enfermedades y los embarazos no deseados. Con mucha claridad desmontaban las falsedades que la iglesia e instituciones conservadoras ponen contra el uso del preservativo. El mensaje venía a ser que hay que hacer caso a los expertos y dejarse de cuentos. En esta línea me llamó la atención la de carteles que había en los escaparates y en los bares combatiendo el turismo sexual con menores.

Fuera de la concha y de los encuentros nocturnos la vida de la ciudad transcurría con normalidad, salvo las horas de los ensayos del desfile y del desfile mismo. El entusiasmo por desfilar es algo que me tiene noqueado. No le pillo la razón o razones para esa adicción. Entiendo que algún día señalado se haga un desfile o una procesión, pero casi todos los fines de semana me parece una pasada. Si bien en Leticia eran fiestas y eso justificaba el que nosotros vimos, lo cierto es que, según nos comentaron en un bar, hay unos cuantos a lo largo del año, aunque no de las dimensiones del de julio.

Nos hospedamos en el hotel Fernando Reyes, mucho más barato que el famoso Anaconda y más tranquilo porque estaba alejado, no mucho, de la concha y de la algarabía festivalera. Esas tardes despatarradas en las que te cuesta levantar la cabeza y la cama se te antoja vital para sobrevivir, esas, conformaron la asignatura pendiente que dejamos en Leticia. Un ejército de muchachos y muchachas dirigidos por un cuerpo orondo de profesores nos machacaban los oídos con aullidos de trompetas y redobles de tambores. Cortaban las calles que rodeaban nuestro hotel, y ¡hala! ¡toma rampataplan y tara, tararito, ti, ti rititi! Como si fuesen a derribar las murallas de Jericó o a tirar los árboles de media selva. Todos alineados, giros a derecha e izquierda, paso lento, rápido y en el sitio: se me amontonaron de golpe las imágenes y putadas de mi tiempo en la mili. Bueno, pues eso, que estamos de vacaciones y esta gente tan maja no tiene la culpa de mi pasado.

Habiendo padecido los ensayos no nos quisimos perder el desfile oficial y, sin ánimo crítico alguno, lo disfrutamos en todo su esplendor y duración: toda la mañana bajo un sol amazónico. Básicamente es un escaparate donde cada centro educativo muestra sus mejores galas y atributos. Escuelas, asociaciones deportivas, culturales y de ayuda social de Tabatinga, Leticia y Santa Rosa, muy uniformadas, se pasean con su banda musical, su escudo, sus lemas y toda la parafernalia. A mi me pareció muy lento, pero reconozco que viendo a la chavalería entusiasmada y a sus progenitores aplaudir con pasión, me terminó gustando.

El lema “LIBERTAD Y ORDEN” que figura en el escudo de Colombia me retrotrajo a los tiempos de la dictadura cuando se nos imponía la libertad dentro de un orden.



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