A Mandalay
Aceptamos las recomendaciones del hotel respecto a cómo llegar mejor a
la estación y nos encomendamos a sus dos taxistas. Salimos muy temprano, con
tiempo para cruzar Yangón y llegar a coger el autobús a Mandalay con
tranquilidad. Según el del hotel, el recorrido podía costar como una hora, pero
como no teníamos reserva, ni sabíamos nada del número de buses que hacían el
recorrido a Mandalay, ni de lo qué nos podía ocurrir por el camino, preferimos
ir con más tiempo.
Estaba amaneciendo y el sol no tenía la fuerza suficiente como
para secar el relente. Todo estaba
envuelto en un velo gris de humo y polvo. Por los cristales de algunos coches
las gotas de agua se escurrían sin rumbo. Tan pronto estábamos quietos en medio
de un atasco por vete a saber qué, como que íbamos a pedo burra. Nuestro
chofer hablaba con otros chóferes sin interrumpir la conversación. Hasta se
pasaban cosas de uno a otro si tenían el volante a distinta mano. Las
irregularidades del terreno, si existían, no se hacían notar. Los vendedores de
comida y flores se metían entre los coches sin problemas. A pesar de todo
llegamos a la estación de autobuses con tiempo suficiente como para curiosear y
aburrirnos a partes iguales.
Más que una estación era un pueblo. A la entrada unos policías
trataban de poner orden en medio de un camino de tierra, barro y charcos por el
que se cruzaban autobuses que entraban y salían, coches a los que tras un pago se les dejaba pasar,
otros que permanecían parados e intentaban dar la vuelta, peatones cargados con
bultos, carretillas, triciclos... Nada más pagar, a nuestro taxi lo rodearon un
grupo bullicioso de porteadores ofreciendo sus servicios. El taxista continuó
su camino preguntando, aquí y allá, por la terminal a Mandalay. Autobuses de
todas las épocas y colores se sucedían en largas filas a derecha e izquierda de
un camino ancho. En un lateral formado por casas bajas y viejas estaban las
taquillas, las salas de espera, los bares, los almacenes, las tiendas... y un
enjambre de porteadores, buscavidas, monjes, policías y algún que otro guiri (muy pocos para lo que
hay en otros lugares).
Comprar los billetes no fue tan sencillo porque en cuanto dijimos que
queríamos ir a Mandalay aparecieron vendedores por todos los lados. Por otra
parte, como los turistas no rulaban mucho por Myanmar, y menos por líneas
públicas, las tablas de las agencias no estaban en inglés y el precio era una
incógnita. Uno que tenía pintas de buena gente nos llevó hasta un mostrador y
cogimos los billetes a mejor precio del que nos ofrecían a la puerta de un
autobús, que luego resultó que no iba a Mandalay.
Dejamos las mochilas en una zona limpia de la sala de espera, a
nuestro alcance, y nos acomodamos en unos bancos estrechos de madera. El
trasiego de gente con cajas y paquetes hacía imposible darse una coscadica para
aliviar el madrugón. El sol empezó a calentar y se estaba mejor fuera que
dentro de la sala.
Cerca de la taquilla donde compramos los billetes había un autobús
bastante decente. Un grupo de porteadores llenaba sus maleteros de cajas y
cajas de pescado. Tanto era así que llegamos a sospechar que no iba para
Mandalay porque nuestras mochilas no iban a caber. Además, la distancia a
Mandalay era de unos setecientos kilómetros y en esos autobuses, sin
congelador, el pescado iba a llegar cocido. Serían para pueblos cercanos. Pues
no. Nos llamaron. Colocaron nuestras mochilas en un hueco del maletero... y
¡todos arriba, que vamos a partir!
Por dentro el autobús no estaba mal. Tenía cortinas gordas, como de salón,
replegadas formando medias lunas; asientos cómodos con bolsitas negras para
escupir el betel; aire acondicionado y una televisión que un poco antes de
arrancar emitió unas oraciones budistas con fondo de música clásica del país y
el himno nacional. Pegados a los laterales de la tele había unos ramos de
flores de plástico metidos en fundas de plástico. Cuando el chofer y sus
ayudantes consideraron que todo dios
había encomendado su alma, nos
pusimos en marcha. Lentos pero seguros llegamos a la autopista que no era otra
cosa que una doble carretera con peajes cada cierto tiempo. El firme era de
hormigón y el taca-taca de las juntas de dilatación sugerían un viaje en tren.
A eso de las doce, tres horas después de salir, paramos en una gran
venta con el aparcamiento repleto de autobuses. No sé los cientos de personas
que podíamos estar allí, pero como todo era inmenso, no había problemas ni para
comer, ni para ir al váter. El sol calentaba de lo lindo. Pensamos que
descargarían algo de pescado, pero nada, ni una miserable caja.
Retomamos el viaje con fuerzas renovadas y con el deseo de que nos
cambiasen los rollos que nos ponían en la tele. Nuestros deseos no se
cumplieron porque éramos una minoría minoritaria. La gente se partía el culo
con unos programas de variedades de lo más ñoño y previsible que te puedas
imaginar. Era como si se repitiesen una y otra vez con los mismos
protagonistas, parecido argumento y distinto vestuario. Menos mal que los
asientos eran cómodos y cabezada tras cabezada el espectáculo se hacía
llevadero. El paisaje a derecha e izquierda era una llanura infinita.
A eso de las cinco nos desviamos por una carretera menor y llegamos a
una especie de ciudad de abastos donde descargaron el pescado envuelto en nubes
de moscas. Juré no comer nada con escamas que no fuese en las cercanías de un
río. Al rato llegamos a Mandalay.
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