Dormir en el Three Seasons




La ciudad sin enemigos es la traducción de Yangón. No queda mal. Esta ciudad se llamó Rangún (Rangon) hasta que en 1989 la dictadura militar le cambio el nombre por Yangón. Lo mismo les ocurrió a otras ciudades que vieron traducido su nombre al birmano. El  año anterior el país dejó de llamarse Birmania para pasar a ser Unión de Myanmar. El gobierno no se quedó muy conforme y en el 2005 decidió dar otro paso trasladando la capital a  la nueva ciudad de Naipyidó (Asiento de reyes en birmano), que está más al interior y más difícil de ser invadida. Una pasada propia de los gobiernos que se sienten acosados, que van haciendo amigos. Si Yangón llega a tener enemigos no sé qué habría pasado. En sintonía con todo lo anterior no me resisto a poner el lema de Myanmar: “La felicidad se encuentra en una vida armoniosamente disciplinada”.
Escribiendo esto tengo la impresión de que no estoy siendo del todo justo con el pueblo birmano que es, con mucho, lo mejor. Décadas de aislamiento, una vida curtida en la supervivencia y su cultura budista les han dotado de una amabilidad, de una sencillez y de una dignidad arrebatadoras.  
Dormir en el Three Seasons resultaba imposible. A pesar de caer muertos en la cama las noches eran una pesadilla. Nuestra habitación estaba en el primer y último piso, en medio del pasillo que unía la fachada con la trasera de la casa. No tenía ventanas y estaba toda forrada de madera. Un ventilador enorme colgado del techo metía mucho ruido para el poco aire que movía. Un cajón de aire acondicionado que había en la pared del fondo ronroneaba a la vez que calentaba. La primera idea fue la de dormir en pelotas sin nada encima, despatarraos debajo de aquellas paletas ruidosas, aislados de la humedad que invade Yangón. La segunda fue la de taparnos, a toda leche, con una sábana para que los mosquitos no se diesen el banquete padre, pero se lo dieron. Y eso que nos embadurnamos con un protector de alto alcance (el aroma podía llegar hasta el último piso de la casa de al lado). Tampoco tuvimos para tanto tiempo encendida la fluorescente. ¿De dónde coño podían salir semejantes mosquitos? Al otro día lo descubrimos: del enorme agujero que tenía el baño, en la pared, para evacuar el agua de la ducha y del lavabo. Al zumbido permanente de los mosquitos cayendo en barrena tuvimos que añadir la bulla de la vecindad. Nuestra habitación era una caja de resonancia estupenda. Nosotros éramos testigos de que  el sonido que se producía entre aquellas cuatro paredes se dimensionaba, lo que no sabíamos era que dormíamos dentro de un tambor. Las habitaciones que hacían pared con la nuestra tenían a su vez personas que sufrían y disfrutaban. No entendíamos el idioma pero tampoco hacía falta traductor.
Dada la poca eficacia del aire acondicionado, decidimos, a la mañana, cuando desayunábamos, proponerle al muchacho de recepción la posibilidad de cambiarnos de habitación.
-Imposible. Todas las habitaciones están ocupadas. Ya  revisaremos el aparato.
A la noche siguiente pudimos comprobar que, efectivamente, habían toquiteado el aparato. Loados sean los técnicos birmanos.
-Si es que en este país arreglan todo. No tiran nada. ¿Te has fijado en la cantidad de talleres que hay por la calle. Si reparan hasta camiones?
-Sí, es verdad. Voy a cerrar la puerta del baño para que no nos entren los mosquitos. Ya está. No hay manera de que ajuste, pero yo creo que es suficiente si cuelgo una toalla en esta jamba para que tape la rendija. ¿No será necesario sacar las mosquiteras que llevamos en las mochilas, no?
-Malo sea. Vas a andar soltándolas. Además, con el aire del ventilador y el frio del aparato ese los mosquitos desaparecen.
Al poco hacía un frio del carajo. No había manera de graduar el aire acondicionado. Apagamos aquel congelador colgado de la pared, nos tapamos bien tapados (se agradecía aquella colcha fina) y aguantamos hasta que decidimos parar el ventilador que no metía más que ruido. Volvimos a taparnos sólo con la sábana y aquello mejoró un poco. Al rato y medio volvimos a repetir la operación del principio y nos metimos en un ciclo de apagar y encender que favoreció el ataque en masa de los mosquitos. A la mañana amanecimos con los tobillos y los brazos taladrados. Algunos chupópteros aprovecharon los agujeros de la noche anterior.
Durante el desayuno, comentando lo sucedido, llegamos a la conclusión de que teníamos que haber hablado con los vecinos para llegar a un acuerdo y hacer todo a la vez, porque por los ruidos que nos llegaban a ellos les pasaba lo mismo. Bueno, igual sus habitaciones no eran como la nuestra y no les molestábamos.
La tercera noche optamos por dejar funcionando sólo el ventilador y cambiarnos a oscuras. La cama y las mochilas las preparamos a la tarde, con las puertas del baño y del pasillo abiertas. Yangón no tendría enemigos pero nosotros sí.

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