Calles de Yangón




La humedad se señorea por todo Yangón. Oscurece los colores, pinta las fachadas de sombras lacias. Amalgama el polvo del aire y lo posa en cualquier superficie para que la naturaleza se exprese sin obstáculos. Hierbas y matorrales, casi aéreos, son el llanto de edificios artríticos  sin pulso de vida. Las palomas prefieren agarrase a los cables eléctricos y contemplar, como desde de una privilegiada grada, el devenir de la vida de sus sufridos vecinos. Terrazas y ventanas se cubren de rejas, de mallas para impedir que el mundo entre dentro, pero se plagan de parabólicas descomunales que llenan sus vidas de calor catódico.
Por la calle hay una humedad de rincón de calleja, de tapia de cuadra, de chirrión ilegítimo que pertenece a todos, que está allí antes de que nadie pusiese la primera piedra. Los operarios cavan una tierra arenosa que no levanta polvo. La policía lleva elegantes botas de goma negra, de pocero. La ropa se pega. El aire se ausenta. 

Los edificios religiosos, los oficiales y los hoteles para turistas de agencia oficial lucen una piel impoluta. No son carnales. Pertenecen a otra vida. Destacan sus cúpulas, sus minaretes, sus redondeados y puros faros de fe; sus reclamos para turistas que van a ver lo que el régimen quiere que vean.
De muchas fachadas cuelgan cuerdas con lazos de distintos colores para que los vecinos puedan subir  los encargos a sus casas sin falta de bajar y subir por las empinadas y destartaladas escaleras. Ratoneras de principios del siglo pasado en la que se amontonan  los vecinos de éste.
Andamios de bambú rodean los edificios en construcción.
Coches privados limpios y relucientes se cruzan con autobuses desportillados, camiones de pasajeros con hombres contentos que viajan sobre el techo. Multitudes en silencio en medio del alboroto de vehículos que van y vienen por unas calles habilitadas para ellos, valladas como en un final de etapa ciclista.
Mujeres y hombre sonrientes de piel morena, pelo negro brillante caminan hacia todos los sitios sin prisa, sorteando la vida, entre pozo y pozo a la vez que espantan el miedo, unos; a la vez que disfrutan metiéndolo, otros. En cualquier momento tengo la impresión que entre la multitud va a parecer la enjuta Aung San Suu Kyi, pero solo figura su imagen en algunas camisetas que venden para turistas. Dinero para el régimen. Lavado de imagen. Disfraz democrático para el régimen. La premio Novel de la Paz sigue sin ser libre por querer serlo y con el agravante de ser mujer en un país donde ellas nunca pueden ocupar un lugar superior a ellos.
Hombres de todas las edades y algunas mujeres desconectan del mondo masticando betel y escupiéndolo en cualquier lugar, en cualquier momento, sin ningún rubor. Lo compran en los innumerables puestecillos que hay por la calle. En una hoja verde de betel se pone una semilla roja del mismo árbol, se unta con cal muerta y se le añade, si se quiere,  tabaco o yerbas. La masticación les produce mucha saliva y van escupiendo hasta que se les seca la boca. Hay que ir con cuidado porque el escupitajo te puede caer, le pasó a Sara, y no hay quien quite la mancha roja. A los masticadores de bettel se les destrozan los dientes y les abren las encías. Es una pena y un asco verles sonreír. 

Por la calle no se ven muestras de afecto entre hombres y mujeres. En la televisión echan películas de acción americanas. Mamporros a diestro y siniestro; tijeretazo en besos y abrazos, fundidos en negro en los momentos de pasión, escotes y piernas pixelados. Películas en inglés con subtítulos en birmano. Las series propias, los videoclips o los programas  de variedades son de festival de fin de curso de colegio de monjas. Las mujeres siempre tienen un único símbolo de género: un pelo largó, larguísimo. Ella siempre sueña con su amado. El siempre sueña con su amada. Dante y su amada Beatriz viven en Myanmar por orden gubernamental. Pasean juntos por un parque paradisíaco sin darse la mano, caminan a cámara lenta, el pelo de ella se ondula como si fuese un velo. El queda embobado por el hechizo. La mujer carabina de ella siempre está vigilante. Saltan corazoncitos de las miradas. Los grupos de rock tienen videoclips en rosa, azul y blanco.
Visitamos el templo Shwedagon. Es un conjunto de edificios religiosos que se divisa desde cualquier punto de Yangón. Está presidido por la magnífica estupa Shwedagon Paya. La estupa tiene 100 m de altura y está cubierta con un baño de oro. Nada más llegar nos tenemos que descalzar, nos dan una chapa distintiva de visitante y nos meten en un asecensor que nos deja en uno de los lados del puente que tenemos que cruzar para entrar en el templo. Todo está impoluto. El suelo se puede pisar sin miedo aunque en las zonas donde da el sol hay que hacerlo deprisa porque quema. Los budas están en todas sus posiciones y siempre son blancos con ropajes dorados. La gente duerme, come y reza en el interior de los templos. Ponen incienso, arreglan las estupas donde están las cenizas de los familiares, miran atentos los cuadros donde se representa la vida de Buda, sacan dinero de los cajeros automáticos y lo meten en las cajas fuertes que hay en los templos. Rodean la estupa caminando al contrario de las agujas de reloj. Ahora se ha puesto de moda ponerles a los budas aureolas de luces leds parpadeantes que dejan embobados a los fieles. Hay más mujeres que hombres.
Cuando uno viaje sin casa contratada, la calle se hace su morada.

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