Monywa





Dejamos las mochilas en recepción y fuimos al banco a cambiar dólares por kyats. Pillamos uno que tenía buena pinta, con guarda jurado y todo, pero estaba closed. Le preguntamos al segurata si había otro por allí cerca y nos indicó uno, según él, muy grande e importante. Dando un pequeño paseo lo encontramos y también estaba cerrado. Nos sentamos en los escalones de la entrada para aguantar mejor la espera, cuando, no llevábamos ni un minuto, se nos acercó el segurata de turno y nos indicó que nos levantásemos, que no se podía sentar allí, que dábamos mala imagen.
Mientras abrían el banco pudimos contemplar la llegada de los empleados y empleadas. Todos lo hacían en motos pequeñas que metían en un garaje adjunto. Iban de uniforme, muy repeinaos y con bolsas en las que se adivinaban las fiambreras de comida. Saludaban a un tío con pintas de mandar lo suyo y entraban al banco por una puerta pequeña que había en un lateral.
Debíamos tener tanta cara de desesperación y de no soportar la espera que el que parecía  mandar algo se apiadó de nosotros y nos invitó a pasar dentro por la puerta de los empleados.  Joder, aceptamos inmediatamente. Aquello no tenía nada que ver con el mundo exterior. Nos sentamos en unas sillas relimpias que había en la gran sala y seguimos con atención  el trajín que se traían los empleados. Había personal a punta pala. Todo el mundo iba a lo suyo rápida y mecánicamente. Las de la limpieza limpiaban por tramos para que los oficinistas pudiesen ir de un lado para otro sin pisar lo que estaban limpiando. Unos chavales, que venían de otras dependencias,  dejaban papeles y sobres en un mostrador largo; unas chavalas lo recogían y los repartían por distintas mesas o despachos. Se encendieron unas pantallas de plasma donde figuraban los cambios de moneda. A nuestra espalda había una entreplanta de oficinas abiertas con pintas de ser despachos para casos de relumbrón o que requerían más tiempo e intimidad. Para subir a esas oficinas  había que hacerlo por unas escaleras que estaban a los laterales. El caso es que una joven muy estirada subió a la entreplanta, se puso detrás de la primera mesa, hizo sonar un timbre y dio la orden de que se abriese la puerta. Fue como subir el telón de un teatro. Daba comienzo la representación de la obra cumbre del capitalismo.
La empleada que dio la orden nos llamó a su mesa e hicimos el cambio de dinero. A la puerta, el segurata ponía en orden las bicis que la gente dejaba al borde de la escalinata.
En la estación cogimos un bus a Monywa. Una ciudad pequeña a ciento treinta y seis kilómetros de Mandalay, a orillas de río Chindwin.  Tras un rato de negociación y de pagar el consabido sobrecoste turístico,  conseguimos un autobús para autóctonos.  El  cacharro paraba en todos los sitios e iba petao de gente. Era como una villabesa interurbana que paraba a petición del pasajero o del peatón que levantaba la mano. Como la tartana no estaba para mucho, paramos en una venta para picar algo y para refrigerar el motor (y los sacos de ajos). 

La gente pedía unos cuencos de sopa, fideos o arroz y, sobre todo los hombres, compraban su preparado de betel. Nosotros a las patatas fritas de bolsa, a la fruta, al agua, a curiosear por ahí y a visitar al señor Roca. Bueno, lo de Roca es un decir. En la mayoría de las ventas los retretes están al fondo de los restaurantes, casi en el campo.  Suelen ser unas casetas de cemento y ladrillo con un agujero en el suelo o en un escalón, también de cemento, y punto. Como accesorios suelen tener un cubo de agua con un cazo grande. Lo malo es que para llegar hasta las casetas tienes que cruzar el comedor (no pasa nada) y los espacios donde se cocina (eso es lo jodido). Las cocinas suelen ser un cubierto con un muro de un metro para proteger los fuegos del viento y el resto libre para que el huno y los olores salgan a su aire. Las perolas se apoyan en trípodes y el fuego se hace en el suelo o en hornos bajos de ladrillo. Las fregaderas no son otra cosa que bidones con agua al lado de algún grifo. La vajilla se mete en uno, se frota y se mete en el otro para terminar de limpiar. Si tuviera que definir con un color el espectáculo de la mayoría de las cocinas que vi, sería el negro.
Con lo uno y lo otro tardamos seis horas en llegar a Monywa.
Nos hospedamos en un hotel tipo pirulí que necesitaba sus buenos retoques. Nos dieron habitaciones en el último piso, un quinto, que entre otras cualidades tenía la de ser un palomar. El alféizar de la ventana estaba lleno de cagadas y el cristal era traslúcido.  Las habitaciones tenían en el suelo una moqueta que en su día, por el color de los trozos que no estaban muy trotaos, debió ser rojiza y con pelo; ahora era negra y encerada. Las escaleras como para Juanito Oiarzabal. El recepcionista y sus amigos masticaban tanto betel que la entrada y alrededores lucían un mosaico de escupitajos rojos.
Nos dimos una buena ducha porque el calor era tremendo y salimos a ver lo más granado de Monywa. Como de monasterios, estupas y cosas similares ya habíamos cubierto el cupo, pasamos un poco de las existentes en Monywa y nos dedicamos a vagar con calma. Por la tarde la gente echa la siesta (como manda la ley natural en los lugares donde el sol funde la sesera) y sólo a las sombras de los frondosos árboles de la ribera del Chindwin había algo de vida distinta a la horizontal. Charla con la cuadrilla, partida de cartas, pesca con caña; nada de actividad que pudiera alterar el latido lento del aire. Los perros dormían estirados.  Un grupo de seis hombres que reían y gritaban jugando a cartas  en un recuadro marcado en el suelo, y otros tantos que miraban, eran muestras patentes del destrozo que el betel hace en la dentadura.

A medida que se va poniendo el sol, el pueblo se despereza y donde antes no había nada surge un mercadillo bullicioso en el que venden ropa, frutas, juguetes, chuchería... todo muy autentico, muy de andar por casa, sin puestos de recuerdos para turistas. Atraídos por el aroma intenso de un puesto de asados y con el estómago llorando a gritos, nos plantamos ante él con la intención de  llevarnos algo a la boca. ¡Madre mía! Como también se como con la vista, lo dejamos para otra ocasión. Tostaban cacahuetes, freían unos bichos como saltamontes y también metían en el fogón unas fuentes metálicas, circulares y bajas, a modo de panal con celdillas del tamaño de una madalena, a las que, con un cazo, rellenaban con una sustancia blanca que cogían de un cubo. Conforme los sacaban del horno lo colocaban en bandejas de acero inoxidable. Si la gente compraba se lo servían en un cucurucho de papel. Seguimos dando el paseo y a la vuelta, en el puesto de los tostados, cuando ya nos habíamos mentalizado y propuesto comer algo,  nos percatamos que la cazuela de los bichos estaba limpia, la de los cacahuetes seguía llena y las de la sustancia blanca se vendían nada más sacarlas del horno. Compramos fruta en un puesto cercano.
Cenamos en la calle unas patatas fritas con salsas picantes, nos pimplamos unas cuantas cervezas bien frías y ascendimos sin oxígeno hasta el palomar. Como la mugre era notable, por primera vez dormimos en las sábanas saco.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ascensor Social

La casa de Tócame Roque

Txistorra al curry